martes, 29 de julio de 2014

¿Qué ha aprendido Estados Unidos de la “Guerra contra el Terror”?

Por Guillem Colom (Mosaico) - Cualquier persona interesada en los asuntos internacionales aceptará que la “Guerra contra el Terror” fue el elemento que articuló las relaciones internacionales – al menos para una parte del globo – durante la pasada década. 

A pesar de que ésta se dio por finalizada políticamente con la entrada de Barack Obama en la Casa Blanca (recuérdese que éste eliminó el concepto del vocabulario político norteamericano y reemplazó las labores de construcción nacional y contrainsurgencia por el trasvase de responsabilidades a los gobiernos locales y acciones antiterroristas con drones y fuerzas de operaciones especiales), para muchos la “Guerra contra el Terror” terminó con la eliminación de Osama Bin Laden. No obstante, su recuerdo todavía está muy presente en nuestra memoria colectiva y sus múltiples efectos todavía se hacen sentir en muchos puntos del planeta, especialmente en África y Oriente Medio.

Pero, ¿qué ha aprendido Estados Unidos de esta guerra y de las compañas de Afganistán e Iraq? Aunque vista la situación actual en Irak y la previsible en Afganistán muchos podrían afirmar que Washington ha aprendido muy poco, lo cierto es que lo que está sucediendo actualmente está, en parte, motivado por las enseñanzas de esas dos largas intervenciones militares.

En este sentido, desde una óptica política podríamos afirmar que la “Guerra contra el Terror” ha manifestado, en primer lugar, la dificultad que presenta una democracia avanzada como la estadounidense para utilizar la fuerza armada en la defensa de su interés nacional y la inviabilidad práctica de mantener largos despliegues en el exterior debido a los costes humanos, materiales, económicos y políticos que éstos generan. 
Relacionado con ello, estas campañas han demostrado la extrema necesidad de definir una situación final deseada clara, concisa y realizable en tiempo, espacio y con los medios disponibles. Además, también ha expuesto la volubilidad de la opinión pública y el poder de los medios de comunicación de masas y las redes sociales virtuales para condicionar la acción política o la incompatibilidad entre los ciclos políticos propios del juego democrático y los tiempos necesarios para explotar las líneas estratégicas necesarias para resolver el conflicto. Finalmente, también ha puesto de manifiesto las limitaciones del ius in bello en los conflictos actuales, la peligrosidad intrínseca de los cambios de régimen por la fuerza o la inviabilidad de las labores de construcción nacional.

Y desde una óptica militar, Afganistán e Irak han vuelto a demostrar la imbatibilidad de Estados Unidos en el terreno convencional y revelado la brecha militar que existe entre la gran potencia y sus competidores. No obstante, aunque la búsqueda de la Revolución en los Asuntos Militares (RMA) –y muy especialmente las enormes inversiones que el país viene realizando de forma sostenida desde hace más de cuarenta años en sistemas de información, cibernética o robótica– ha contribuido a reforzar esta hegemonía, la distancia frente a otros rivales ya no parece ser tan grande como lo era durante la década de 1990.

La brecha entre Estados Unidos y eventuales competidores parece haber sufrido una sensible reducción en varias áreas relevantes –como drones, armamento inteligente, sensores C4ISTAR o satélites de posicionamiento y comunicaciones – por tres grandes razones:

-La difusión de tecnologías avanzadas, asequibles a otros Estados –e incluso actores no estatales como Hizbollah– y su integración en estrategias asimétricas

-La crisis financiera, que está obligando a Washington a reducir el montante total de la defensa y descartar el desarrollo de varias capacidades o la modernización de muchos equipos;
-Los costes de las guerras de Irak y Afganistán, que han consumido vastos recursos humanos y materiales, erosionado la institución militar, obligado a generar capacidades de limitada utilidad para los conflictos de alta intensidad e impedido implementar con normalidad los grandes programas de modernización de armamento proyectados durante las décadas anteriores.

Igualmente, estas campañas también han supuesto un baño de realismo para Estados Unidos, obligándole a modular las proclamas de los años noventa. A lo largo de la última década se han manifestado las carencias de un US Army (equipado, adoctrinado, organizado y adiestrado para el combate de altísima intensidad contra adversarios avanzados) a la hora de estabilizar y apoyar la reconstrucción de zonas hostiles mientras realizaba una campaña de contrainsurgencia y lucha contra fuerzas irregulares. Dichas carencias resultan paradójicas si tenemos en cuenta que fue en su momento el Presidente Bush quién proclamó que Estados Unidos debía estar en condiciones de realizar operaciones de cambio de régimen y de construcción nacional.

Las campañas de Irak y Afganistán también han revelado el precio político, humano, económico, material y diplomático que debe pagarse cuando se pretende el cambio forzoso de un régimen y su posterior pacificación…un coste que los más acérrimos defensores de la RMA, con su fe ciega en la tecnología no habían calculado.

Asimismo, ambos conflictos han demostrado, una vez más, las limitaciones inherentes de la tecnología para disipar la niebla de la guerra y observar lo que se oculta en el otro lado de la colina…aunque bien es cierto que la integración en red de todas las fuentes de inteligencia permite hacerse una idea de lo que puede haber.
Finalmente, estos conflictos han revelado las limitaciones del denominado estilo americano de combatir que, basado en la capacidad industrial del país para producir armamento sofisticado y en la búsqueda de soluciones tecnológicas a problemas estratégicos, pretende aprovechar su brecha tecnológica para lograr victorias rápidas, fáciles, limpias y decisivas contra cualquier adversario. Aunque este modelo parece el más adecuado para preservar los pilares estratégicos del país, durante la “Guerra contra el Terror” ha mostrado su inadecuación en escenarios de baja intensidad y su irrelevancia en operaciones de contrainsurgencia.

Y, por encima de todo, estas campañas han acabado con la ilusión de la guerra quirúrgica, limpia, tecnológica, sin bajas propias ni tampoco daños colaterales; y han servido para ratificar la inmutable naturaleza de la guerra, en la que la violencia, la destrucción y la muerte son sus elementos definidores; y recordar que la fuerza armada es la última razón del gobernante, y que por ello debe ser empleada como último recurso, de manera racional y siempre orientada al logro de unos fines políticos y estratégicos claramente definidos, realistas y alcanzables en tiempo, espacio y forma.

Paradójicamente, aunque estas campañas han puesto de manifiesto las limitaciones intrínsecas de la tecnología y han modulado las proclamas revolucionarias de los años anteriores, Estados Unidos parece continuar confiando en las posibilidades que brinda la RMA para resolver los problemas estratégicos que debe afrontar el país tras la “Guerra contra el Terror”: eliminar la violencia inherente de la guerra mediante la robotización de los ejércitos y mantener su hegemonía frente a cualquier potencial adversario.

La definición de estas nuevas líneas maestras de la defensa estadounidense se analizarán en un próximo post…
Este artículo olvido el axioma norteamericano: destrucción + reconstrucción = Gran Negocio

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