Por Hector Dotel Matos
Nos dice el catalán Mariano Arnal que la floreciente industria del crimen ha rehabilitado palabras que habían caído en desuso.
Sicario, que proviene del latín sica (puñal), es una de ella. Origina la idea del asesino que por cierta suma de dinero utiliza su puñal o revólver para matar por cuenta de otro. El término aparece en el siglo XV como un sinónimo refinado. Este espécimen asalariado de protervas intenciones al servicio del crimen, es un espécimen de muy remota existencia que encarna la auténtica representación de uno de los más peligrosos sujetos antisociales.
Por lo incontrovertible que llegara a ser en la Roma renacentista la connotación peyorativa de ese término, sorprende ahora el aura de distinción enaltecedora que al reaparecer en nuestros tiempos pretende coronar al funesto oficio como si emulara la sofisticación enorgullecedora que asignan los términos oftalmólogo y odontólogo a diestros especialistas en sus respectivas ramas médicas.
Según el notable criminólogo español Quintiliano Saldaña, todo aquel que comete asesinato con cualquier arma, es un sicario. El oficio que define tal acepción, se ha popularizado tanto en nuestros días, que, sobre todo en Colombia, una nación donde el desconcierto ha dado carta de naturaleza al asesinato, éste constituye una de las principales causas de muerte. Tal realidad junto al indomable recurso del robo y el secuestro, ha hecho de la industria dedicada a la protección personal, una importante actividad de lícito comercio en ese país, que incluso supera las cifras presupuestarias asignadas al ejército y a las fuerzas de seguridad.
Emplea a miles de individuos que a partir de tareas temerarias procuran lograr estándares de vida que no alcanzarían con otras ocupaciones decorosas. Reclutados muchas veces desde la etapa de escolaridad, son gentes que lucen tan normales como cualquier otra. Continúan asistiendo a clases igual que sus compañeros, y de ordinario asisten a misa para prender velas a los santos como los demás, encomendándose por lo regular incluso a la Virgen de los Sicarios para tener éxito en las misiones encomendadas y no resultar lastimados al perpetrarlas.
Tanto en Colombia como en Guatemala, Ecuador y México el radio de acción de los sicarios, unidos en numerosos casos a temibles grupos de narcotraficantes y en otros a la poderosa estructura militar de la guerrilla, alcanza proporciones escalofriantes. En nuestro país, estos personajes, quizás más numerosos que las estimaciones, muchas veces suelen operar intentando agenciarse una vinculación efectiva con el poder político, y al igual que en otras ciudades del planeta, de tiempo en tiempo surgen o despiertan de su letargo o del anonimato para dejar sentir sus efectos calamitosos.
Por extensión, se da también el nombre de sicarios a grupos organizados utilizados por tiranos y dictadores para perseguir, reprimir y torturar a sus opositores, sobre todo debido a la destacada frialdad e indiferencia de su actitud al momento herir, torturar y matar despiadadamente. Estos sujetos se manejan con evidenciada normalidad en la sociedad, pero por la vida elegida, el dolor y el profundo sufrimiento humano que infringen con sus actos, no les producen la menor compunción, molestia o angustia, y por tanto no provocan en ellos una reflexión correctiva. Por tanto, incurre en un grave error de percepción, todo aquel que piensa que en la mayoría de los casos esos sujetos adolecen de algún trastorno mental, pues muchas veces, incluso son sujetos tan cuerdos y cultos, o aún mucho más, que la media ciudadana.
En numerosos casos, la violencia aflora en determinados individuos como parte integral de sus vidas. La condicionan razones temperamentales o factores sociales. En el sicario como en todo criminal, existen patrones de comportamiento determinados por factores específicos. Origen, niveles de violencia y hábitos sociales del entorno donde creció o desarrolla su vida cotidiana, constituyen algunos de ellos. De modo que también el sicario opera dotado de una determinada capacidad criminal o temibilidad -que es el grado de temor que inspira- y de cierta dosis de inadaptación social, que como describe el reputado especialista francés Jean Pinatel, una vez sometidas a un metódico diagnóstico clínico, nos permiten determinar el estado peligroso de su perfil criminológico, como una información de valiosísima utilidad preventiva.
Según Pinatel, tal capacidad criminal depende de la intensidad con que operen en el criminal los rasgos psíquicos de egocentrismo, habilidad, agresividad e indiferencia afectiva, que en conjunto componen el núcleo central de su personalidad criminal. Por su parte, el nivel de adaptabilidad social, queda definido por ciertas variables personales del criminal, especialmente por aquellos rasgos asociados a su actividad o pasividad, a sus aptitudes físicas, intelectuales y sociales; y por factores dinámicos relativos a sus necesidades instintivas, como nutrición y sexualidad, por ejemplo. Por tanto, el diagnóstico clínico que establece el estado peligroso de todo sicario, resulta de sintetizar el resultado diagnóstico de su capacidad criminal con el de su adaptabilidad social, definiendo así su grado de peligrosidad en la medida que ambos factores concurran con mayor o menor intensidad en su perfil criminológico.
Como en el plano jurídico no es dable invocar a priori una premisa inculpatoria basada en el concepto de estado peligroso del sicario, con el mismo sin embargo, la criminología clínica dispone de una perspectiva renovada inapreciable, de modo que habiendo sido previamente contrastado el diagnóstico, éste constituye una herramienta eficaz para el penalista poder intervenir certeramente mediante medidas capaces de impedir el perfeccionamiento del delito o de evitar la consumación de hechos lamentables, como el robo de vehículos de motor específicamente un avión, ejecutados por sicarios o por cualquier otra modalidad del crimen organizado.
Fuente: http://diariolibre.com.do/opinion/2011/11/17/i313286_index.html
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