lunes, 5 de agosto de 2013

El relato... y los hechos

Editorial I del diario La Nación

La hipocresía, el doble discurso y la épica escenográfica constituyen las características salientes de la que debería llamarse "la década de la mentira" 

El escritor Octavio Paz solía referir este episodio de la literatura china: un mandarín convocó a su filósofo de cabecera para preguntarle cómo hacer una revolución profunda en su reino. El sabio le contestó: "Si desea transformar la realidad, modifique el lenguaje".

La lección de cinismo que ofreció aquel asesor parece una ironía. Sin embargo, la inclinación de los gobernantes a cambiar el nombre de las cosas en vez de cambiar las cosas mismas ha sido muy persistente a lo largo de la historia. Cristina Fernández de Kirchner se incluye en esa tradición. Desde que el kirchnerismo llegó al poder, hace ya una década, su administración ha apelado a las mutaciones verbales para disimular decisiones antipáticas o fracasos políticos.

El cinismo, la hipocresía, el doble discurso y la épica escenográfica constituyen una regla dorada del kirchnerismo, que se manifiesta a diario sin que sus voceros se inmuten ante la evidencia de un relato que choca cada vez más con la realidad.

De este modo, los supuestos intelectuales progresistas del oficialismo defienden a los Lázaro Báez y a los Ricardo Jaime; en pos de un declamado indigenismo dejan a gobernadores como Gildo Insfrán llevarse por delante a las comunidades aborígenes que son recibidas por el Papa, pero no por la Presidenta; en nombre de la soberanía monetaria, se concreta el calamitoso caso Ciccone y, en defensa de la Justicia, se intenta violarla.

Una de las primeras invenciones de Néstor Kirchner fue la palabra "desendeudamiento". El término está referido al simple hecho de pagar deudas, que siempre resulta desagradable para las ínfulas demagógicas y nacionalistas que acompañan al populismo. Sobre todo si el acreedor es el Fondo Monetario Internacional. Es la razón por la cual Kirchner, cuando en el año 2005 decidió liberarse de la auditoría del Fondo, no dijo que saldaría por adelantado los compromisos pendientes. Prefirió explicar que estaba desendeudando al país.

Kirchner actuó de esa forma a pesar de que cambió una deuda por la que se pagaban intereses de alrededor del 4% por otra, que contrajo con la Venezuela de Hugo Chávez, en la que la tasa llegó a ser en septiembre de 2008 superior al 15%. De modo que el desendeudamiento significó un mayor endeudamiento.

La gestión económica ha recurrido muy a menudo a estos artificios. La Carta Orgánica del Banco Central de la República Argentina fue reformada para asignar a esa institución la misión de "preservar la estabilidad fiscal". Suena loable. A menos que se advierta que esa frase significa emitir moneda para financiar al Tesoro Nacional, con inevitables consecuencias inflacionarias. "Preservar la estabilidad fiscal" debería traducirse, por lo tanto, como "provocar la inestabilidad económica".

El último jubileo impositivo que beneficia a los evasores fue llamado "manifestación voluntaria de activos". No "blanqueo", que es el vocablo que mejor le hace justicia, pero que suena desagradable porque deja ver que quienes atesoran dinero negro son premiados.

También fue engañoso el eslogan "garantizar el pan en la mesa de los argentinos", utilizado como coartada para cobrar retenciones agropecuarias que desalientan la inversión. La trampa quedó a la vista: la siembra de trigo se redujo hasta alcanzar niveles récord y el pan escasea en el país de los cereales.

En otras ocasiones, el ingenio literario del Gobierno roza el sarcasmo, como sucede con la iniciativa de llamar Área Mosconi al fragmento del yacimiento Vaca Muerta que se le concederá a Chevron, con ventajas que se le ha negado al resto de la industria y cuyo alcance definitivo no se termina de revelar.

Durante sus primeros años en el poder, el oficialismo abusó de otras dos expresiones engañosas, esta vez en el campo de la política: "Transversalidad" y "concertación plural". La primera presentaba, mediante una metáfora espacial, la coordinación entre distintas fuerzas políticas, sobre todo el Frepaso, con el Frente para la Victoria. El vocablo dejaba la impresión de un experimento horizontal. Pero con el correr de los meses los Kirchner comenzaron a ejercer el verticalismo más crudo. La transversalidad fue otra máscara léxica.

La "concertación plural" generó el mismo malentendido. Fue la marca electoral de la fórmula con el radicalismo secesionista de Julio Cobos. Aunque, apenas Cobos se diferenció al votar contra las retenciones móviles -decisión que la Presidenta jamás había "concertado" con él-, el pretendido pluralismo fue calificado de traición.
En los últimos tiempos, la Presidenta emprendió un par de agresivas cruzadas que se escudaron en consignas fraudulentas. Prometió garantizar la "pluralidad de voces" con una ley de servicios de comunicación audiovisual destinada a fragmentar y ahogar a los medios independientes y a abroquelar a los que repiten las consignas del Gobierno.

Un artificio más reciente fue el sonsonete "democratizar la Justicia". Con él se pretendió contrabandear el avasallamiento del Poder Judicial mediante una reforma que hubiera convertido al Consejo de la Magistratura, y por su intermedio a los jueces, en esclavos del partido gobernante. Esa aspiración, que -como declaró la Corte Suprema- iba en contra del orden constitucional, se escudaba en la palabra "democracia".

Nada que deba sorprender. Todos los autoritarismos conocidos a lo largo de la historia se excusaron a sí mismos en nombre de la democracia. ¿O no se llamaba "democrática" la oprobiosa Alemania Oriental, que se desmoronó al mismo tiempo que el Muro de Berlín? Cuanto más despiadados fueron los dictadores, más alegaron la representación del pueblo para justificar sus actuaciones.

En estos días, la campaña proselitista del oficialismo -al margen de las reiteradas violaciones a la legislación electoral que prohíbe la realización de actos de gobierno que promuevan la captación del sufragio a favor de determinados candidatos durante los 15 días previos a los comicios- nos bombardea con frases en las cuales se destaca la palabra "elegir".

Parece un contrasentido el uso de ese término en un contexto como el actual, donde cada vez más el ciudadano debe resignarse a que un grupo gobernante elija por él. Si no, basta recordar cómo después de que la mayoría de la población aportante al sistema de seguridad social eligiera la jubilación privada, el Gobierno impuso la obligación del sistema de reparto estatal. O que hoy nadie puede optar por la posibilidad de ahorrar en moneda extranjera, al tiempo que las restricciones a las importaciones nos condenan cada vez más a vivir con lo nuestro y a elegir cada vez menos.

Esta vinculación fraudulenta entre las palabras y los hechos es una manifestación más de la mala relación del kirchnerismo con la verdad. Es la desviación que aparece en una de las peores decisiones que haya tomado el Gobierno desde 2003: la de adulterar las estadísticas oficiales. O, dicho de manera más sencilla, la de mentir. Esa perversión del lenguaje es, en sí misma, corrupción.

La utilización de la retórica para desfigurar el sentido de la acción no es el único vicio expresivo en que incurre la señora de Kirchner. También en sus silencios hay una irregularidad. Así como supone que puede embellecer algunas resoluciones alterando su designación, parece apostar a que algunos fenómenos no existen por el sólo hecho de que ella no los nombra.

La valija de Antonini Wilson; los movimientos financieros de Lázaro Báez; la captura de la imprenta Ciccone; los fondos extraviados de Santa Cruz; las malversaciones del programa Sueños Compartidos de la Fundación Madres de Plaza de Mayo; la participación de la familia Eskenazi en YPF; el régimen de vigilancia montado a través de los servicios de inteligencia; el exponencial enriquecimiento de la propia familia presidencial; la inseguridad o la inflación son algunas realidades sobre las que la locuaz presidenta de la Nación nunca dice una palabra, al margen de que no concede entrevistas ni ofrece conferencias de prensa.

La jefa del Estado no tiene derecho a guardar ese silencio. Como administradora del dinero de los contribuyentes, Cristina Kirchner está obligada a dar explicaciones, a rendir cuentas. Es un deber que le viene impuesto por esa condición de representante del pueblo de la que tanto se ufana.

Más allá de un reflejo autoritario, en el fondo de este manejo capcioso del lenguaje palpita una fantasía infantil. Es la ilusión de suponer que con sólo cambiar el nombre a los objetos éstos cambian de valor; que basta con no hablar de un problema para que éste desaparezca; que se puede reemplazar la realidad por un simulacro. Es la vieja propensión de todo régimen demagógico a exagerar el valor de las apariencias y a menoscabar lo esencial..
 

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