No hay dudas de que la crisis financiera mundial que hoy sacude a todos los mercados obligará a una profunda autocrítica por parte de las autoridades de Estados Unidos, país donde se inició esta vez el cimbronazo, y de todos los actores económicos que, de una u otra manera, pueden ser considerados corresponsables de este descalabro de proporciones probablemente comparable al célebre crac de 1929. Nada de esto, sin embargo, debería autorizar a la presidenta argentina a burlarse de las desgracias ajenas. Especialmente, porque esas desgracias serán, tarde o temprano, nuestras propias penurias.
Quizá le asista cierta razón a Cristina Fernández de Kirchner cuando critica la incapacidad de importantes consultoras internacionales, que más de una vez han sido implacables a la hora de diagnosticar la situación argentina, para predecir la magnitud de la crisis mundial desatada a partir de la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos y el colapso del sistema de créditos hipotecarios.
Pero afirmar con jactancia que "mientras el primer mundo se derrumba como una burbuja, la Argentina sigue firme" refleja imprudencia e ignorancia. Si bien es muy factible que las declaraciones de la presidenta argentina no preocupen mayormente a las autoridades de los Estados Unidos ni a los grandes agentes financieros, que hoy tienen problemas mucho mayores de los cuales preocuparse, aquella frase descoloca a la primera mandataria y a la Argentina frente a un mundo económico en el que la interdependencia y las relaciones globales constituyen características esenciales.
No es, por cierto, la primera vez que la primera mandataria se deja llevar por raptos emocionales y termina siendo esclava de sus dichos. No hace mucho, tras conocerse un crítico informe del Banco Central de España sobre la economía argentina, invitó a sus autores a preocuparse por los problemas que sufre el país ibérico y rozó en sus cuestionamientos a las autoridades políticas de ese país, ajenas absolutamente al trabajo de la entidad bancaria.
En el caso de la crisis que ocupa hoy a todo el mundo, resulta absolutamente ingenuo pensar que la Argentina estará "desacoplada" -como les gusta decir a los funcionarios y a los técnicos vinculados al oficialismo- y no sufrirá mayores consecuencias. Porque ya las está sufriendo, aun cuando no provengan exclusivamente de los problemas que afligen al mundo, sino también de las pésimas señales a los mercados que ha dado el actual Gobierno.
Si hasta hacía poco tiempo se observaba con natural desconfianza a la Argentina por su recordada cesación de pagos en 2001 y por actos más recientes, tales como el falseamiento de las estadísticas del Indec sobre el costo de la vida y la consecuente estafa a bonistas que poseen títulos públicos ajustables por ese índice, hoy, en momentos en que los capitales buscan destinos seguros y de mínimo riesgo, el grado de aversión al riesgo argentino es creciente. No hacen falta demasiados argumentos para exponer esta situación: el índice de riesgo país ronda hoy los 900 puntos básicos.
A esto hay que sumar el efecto que la muy probable recesión en los Estados Unidos provocará en otros países como China e India, las otras locomotoras de la economía mundial, con la consecuente probable caída en los precios internacionales de materias primas, como la soja, de las que se nutre el superávit comercial argentino. Las dificultades que tendrá la Argentina para conseguir financiamiento externo y los problemas para hacer frente a los compromisos están hoy en boca de economistas sin distinción de ideologías.
Más allá de las dificultades que hoy atraviesa el mundo financiero internacional como fruto de sus graves equivocaciones, el aislamiento internacional del país a nada bueno nos conducirá. Tampoco la imprudencia verbal.
Fuente: Editorial I del Diario La Nación
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