-No pueden pasar.
-¿Cómo no?, si tenemos autorización del Palacio de la Moneda.
-Es para estar en Chile, no para ir a las tres islas que ustedes quieren visitar.
-Nuestra credencial fue aprobada por la presidencia de Michelle Bachelet para que trabajemos "sin ningún tipo de restricción".
-Le insisto, señor periodista, no pueden continuar el viaje en su velero. En todo caso, tienen que pedirme autorización a mí, a la Armada de Chile, porque ésta es mi casa.
-De ninguna manera es "su" casa.
-Sí, señor, es "mi" casa.
Treinta años antes de este diálogo encrespado entre los enviados de Clarín y un oficial de la Marina chilena, en Puerto Williams, Argentina y Chile estuvieron a punto de librar una guerra por las islas Picton, Lennox y Nueva. Fue el capítulo más tenso de un pasado común lleno de problemas limítrofes. Las dictaduras de Jorge Videla y Augusto Pinochet movilizaron tropas hacia el extremo sur del continente. Y hubo fecha y hora para la invasión argentina, frenada increíblemente por una tempestad y, luego, por la mediación del papa Juan Pablo II.
El marino que hablaba detrás del mostrador de la Capitanía de Puerto parecía disfrutar de la negativa a abrir la puerta del archipiélago:
-Van a tener que esperar... bastante, supongo.
Tenía razón, porque los enviados de Clarín estuvieron dos días retenidos en el fin del mundo, con el velero amarrado al muelle Micalvi, a la espera de un nuevo permiso de navegación
Zarpar desde Ushuaia rumbo al Cabo de Hornos, en un barco de 12 metros de eslora, es pagar la entrada a un mundo maravilloso: cientos de lobos marinos hacen piruetas a los costados, los albatros se sienten trapecistas y los peces asoman el lomo como si fueran burbujas. No hay nada más apacible que avanzar por el Canal Beagle mientras descansan los vientos bramadores, capaces de hundir al más poderoso acorazado. A babor, la Argentina, allí donde el mapa nacional hace su último trazo. A estribor, Chile. Y por delante, una navegación en paz. Cuando anochece, los haces de los faros penetran como espadas la oscuridad y las montañas blancas de los dos países se ponen de acuerdo en el silencio. En ese cuadro avanza el velero, en busca de una historia de hace tres décadas.
-Hemos chequeado que ustedes, efectivamente, tienen acreditación de nuestro gobierno, lo que necesitamos es saber el motivo del viaje.
-Ya se lo hemos dicho: queremos hacer una nota sobre la disputa que tuvieron nuestros países en 1978.
-Nunca han llegado periodistas argentinos a las islas.
-No lo sabíamos, pero mejor, más interesante.
-Estamos analizando si pueden continuar la travesía y en qué embarcación.
-¿Cómo en qué embarcación, si nosotros llegamos hasta aquí en un velero y queremos continuar en él?
-Me temo que no es posible.
Cinco oficiales, de distintas jerarquías y en diferentes despachos, hicieron el mismo interrogatorio a los enviados especiales. Juntos, separados, primero al fotógrafo, después al cronista, más tarde al capitán del velero. Buscaban pretextos para desactivar la excursión. Al no encontrarlos, propusieron una salida:
-Miren, no pueden hacer ese viaje en una embarcación deportiva. Pero la Armada de Chile quiere colaborar... los vamos a llevar nosotros. Es la única posibilidad.
La inmovilidad por 48 horas en Puerto Williams, sirvió para mejorar la nota, porque hubo tiempo para explorar la isla Navarino, un punto estratégico de los movimientos nerviosos de 1978. Tras una caminata por la costanera Juan Pablo II, hacia el este, el paisaje abrió un sendero misterioso, cuesta arriba. Alcanzó con subir 15 metros para descubrir los primeros vestigios de la guerra que no fue. Trincheras cavadas en la turba, trípodes de ametralladoras, lanzamorteros, un baúl de municiones escondido bajo un arbusto. La lomada miraba hacia el Canal Beagle. Contenía huellas de la tensión vivida tres décadas atrás, que, hasta aquí, habían permanecido ocultas a la mirada argentina.
Cada pisada se enterraba 40 centímetros en la nieve. Y debajo de esa espuma seguían apareciendo restos metálicos de una fortificación enfrentada a Puerto Almanza, en la costa fueguina. Una segunda recorrida, en la camioneta de un baqueano, permitió alcanzar la península Róbalo, donde dos baterías antiaéreas aguardaban, ya oxidadas, la llegada del combate. Estaban escondidas en galpones de madera. Parecían rinocerontes enjaulados.
En la bahía, el toc toc de los pájaros carpinteros de cuerpo negro y copete rojo se confundía con los hachazos de un leñador. El bosque insinuaba nuevos secretos. Por un camino de curvas, utilizado por los chicos para colear en trineo, se abrió la la puerta de un museo abandonado. ¿Huesos de dinosaurios?, ¿pinturas rupestres?, ¿puntas de flecha de los yamanas? No, el museo era de material de guerra. El cañón principal, todavía hoy, apunta a Ushuaia. Hay vehículos anfibios y un cartel inequívoco: "LVTP 511, en servicio de 1974 a 1984". Cuando por fin llegó la autorización para partir, una última pasada por el locutorio del pueblo deparó otra sorpresa: el mapa chileno pegado en la pared identificaba a las islas Malvinas como "Faklands".
Desembarcar en Lennox es desafiar el enojo del viento. El bote se sacude entre olas de dos metros, hasta que logra apoyarse en una escalera sin escalones, que exige a los visitantes las astucias de un escalador. Al final del muelle hay un cartel con letras rojas, que dice, inapelable: "Caleta Lennox, un rincón más de la soberanía de Chile".
Se necesitan dos días con sus noches para recorrer la isla a pie. El terreno es fangoso pero el que se anima puede hallar recompensa: hay pedacitos de oro mezclados con otros metales, riqueza que descubrieron mineros yugoslavos, a pico y pala, durante la fiebre de 1878. Quedan como testigos cuatro casas destruidas, cerca de una mina que, hasta hace 10 años, estaba operativa. Por la costa, se descubren fardos de alambres antidesembarco, como los que se usaron en la Segunda Guerra Mundial. Fueron desplegados durante los días tensos entre las dictaduras de Argentina y Chile. Tienen unas chapitas metálicas que enganchan la ropa de los infantes y no les permiten avanzar.
Dos casuchas camufladas de verde vigilan la soledad a 500 metros de la bandera principal. Se camina sobre caparazones de centollas, caracoles, restos de corales y piedras amarillas. El esplendor de la naturaleza contrasta con el acero de la máquina de matar. Una tapia esconde cápsulas y partes desvencijadas de armamento pesado. El nuevo hallazgo descoloca al oficial que la Armada chilena envió para encauzar los pasos de los enviados de Clarín.
-Vengan muchachos, hace frío, vamos a tomar una tacita de café.
Se sirve en la mesa de la única familia que habita la isla, de inmensa hospitalidad.
Ahora estamos en las costas de la isla Picton. Es un área vedada para la población civil, porque está minada. La advertencia del segundo comandante de la Patrulla Hallef, teniente segundo Alfredo Teixidó, tiene fundamento. Hay seis campos minados en la isla de los bordes acantilados, distribuídos cerca del acceso principal y en las zonas de Banner y Las Casas. Están activos 1.307 artefactos. La documentación consultada indica que estas minas no fueron colocadas en 1978, sino entre mayo y julio de 1983, cuando el régimen militar argentino se derrumbaba. El dato ayuda a una revelación histórica: los militares chilenos temían un manotazo de ahogado de la dictadura argentina, luego de la derrota contra los ingleses en Malvinas, en 1982. Chile había dado apoyo logístico a los ingleses y por eso desconfiaba. La temida ofensiva argentina nunca se concretó, pero las minas siguen ahí, bajo un manto de nieve, al acecho.
También la isla Nueva es un polvorín: cobija siete campos minados, con 1.286 explosivos. El más evidente es uno que se ve desde el gomón, en una aproximación a la costa. Queda a metros de la playa, entre el faro y la casa del alcamar (alcalde de mar), y está señalizado con carteles rojos y anaranjados. Los otros están repartidos entre jorobas montañosas. En los últimos cuatro años, cuando dijo haber acelerado su política de desminado, Chile no desactivó minas en la zona, incluidas las que se colocaron más al sur, en las islas Deceit, Freycinet y Hornos, donde los navegantes cambian de océano. Está previsto que se monte un campamento especial para iniciar la tarea en octubre.
Desde la costa, a 15 metros de distancia, el alcamar de la isla Nueva saluda junto a su perro y el viento vuelve a rugir. El tamaño de las olas amenaza la insignificancia del gomón en el que va Clarín y aconseja regresar a la patrulla de la Armada chilena. Hay trampas para centollas y centollones por todo el Canal Beagle. Flotan sus boyas, pero las carnadas están a 80 metros de profundidad. Las centollas se meten en una especie de canasta, atraídas por carne de guanaco, conejos o castores, y luego no pueden salir.
Son los crustáceos más buscados por la población flotante de Puerto Toro, la escala final antes del regreso. Viven 36 personas en tierra y 120 en los barcos de colores atracados en una pequeña bahía. La escuela de este paraje tiene sólo nueve alumnos. Los marinos procuran que la caminata no se desvíe hacia la zona de las trincheras y los pozos de zorro que quedan de 1978. Pero, otra vez, el desvío desemboca en un lugar mejor: un enigmático cementerio, que los chilenos reivindican como prueba de ocupación ancestral.
¿Cuál es la particularidad? Que durante años tuvo cruces, pero no muertos."Fue un caso curioso de un cementerio propagandista. En teoría, contiene seis tumbas, pero no sabemos si son verdaderas o ficticias. Todo lo que podía confirmar y resaltar soberanía pasada y presente de Chile era bienvenido. Tenemos aquí un ejemplo único de lo que maliciosamente podríamos llamar 'cementerio publicitario", señala el suizo Denis Chevallay, que es uno de los principales investigadores de la historia de la región. Su casa, en Puerto Williams, está decorada con mapas, cartas de navegación y libros sobre el conflicto.
Uno, que Denis acerca mientras sirve un té, se titula "Esta noche: la guerra" y recuerda la inminencia del desembarco argentino. Luis Tapia, su autor, rescata estas frases de la época: "Los argentinos no pudieron soportar el temporal y su escuadra regresó a sus bases. Dios es chileno". La vuelta a Ushuaia es en el velero, por el ahora ventoso canal. Atrás quedan las tres islas, que juntas superan en tamaño a la Capital Federal. Pero la Historia sigue allí, en las trincheras vacías.
Fuente: Por Pablo Calvo - Diario Clarín
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