Trabajando en el interior de un aire acondicionado.
Polo tecnológico e industrial de Tierra del Fuego. Fotos: Juan Manuel Santana y Jeannely Iriarte
Es habitual oír, por parte de sus críticos, que el régimen promocional de Tierra del Fuego sirve a un objetivo único: el mantenimiento de puestos de trabajo (la isla cuenta con alrededor de 13.000 trabajadores industriales con un salario medio que no es nada del otro mundo, $ 28.000 para el 2015).
Pero esto es redondamente falso. Un debate reciente en el seno del Club Político Argentino me ha enseñado mucho y creo necesario hacer participar al lector. El mantenimiento del empleo es la coartada, los verdaderos objetivos son otros dos: dinero y poder, a costa de todos nosotros, los ciudadanos argentinos. El régimen promocional es un caso típico de corrupción “blanca”: nada en él (que yo sepa) es ilegal, pero todo en él es corrupto.
No siempre el diccionario de la Real Academia Española puede ser literalmente confiable, pero a veces sí: vicio o abuso introducido en las cosas no materiales, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de las organizaciones públicas, en provecho económico o de otra índole de sus gestores. Esos miles de trabajadores son la base de maniobra para que una vasta red de intereses empresariales y políticos pueda robar legalmente (oxímoron) como lo está haciendo y, seguramente, lo seguirá haciendo por lo menos hasta el 2023.
Y esa red es una minoría de preferencias intensas de manual: nos roba a todos, pero poquito, qué le hace una mancha más al tigre fiscal, que corre con los subsidios, qué le hacen unos mangos más o menos a nuestros bolsillos a la hora de pagar productos absurdamente más caros.
Los que ganan son muy pocos, mientras tanto, pero ganan inmensamente: unos pocos empresarios, unos pocos políticos, a costa de todos. Hasta hace unos años, la patraña de que este tipo de promoción “industrial” favorecía no sólo el empleo sino también el desarrollo era creída por muchos. A fines de 2018, hay que estar muy distraído para concederle alguna verosimilitud.
Es falso que este régimen contribuya al desarrollo de la industria tecnológica, es falso que aporte a la sustitución de importaciones o a la reducción de la brecha externa, es increíblemente perverso desde el punto de vista tributario, ya que los beneficiarios no son subsidiados: ¡cobran los impuestos y se quedan con ellos! (para 2015 este regalo ascendía nada menos que al 0,5% del PIB).
La corrupción blanca de este régimen presenta inmensos costos de largo plazo, en un país dizque desesperado por encontrar su camino de desarrollo sustentable e integrado al mundo: los que se hacen más ricos y más poderosos, al obligarnos a bancar los sobreprecios, no solamente nos venden artículos de consumo durables (TV, tablets, heladeras, etc.) sino también equipamiento informático.
Pagar artificialmente caros insumos como bienes de capital es un contra-incentivo para el crecimiento y el empleo. Castigar la competitividad de un sector como el de producción de software es una irracionalidad mayúscula, pero es lo que venimos haciendo año tras año.
Este sistema se originó décadas atrás (ley 19640, de 1972), en los delirios geopolíticos de entonces, que justificaban cualquier cosa (en Brasil también, Manaos). Con el paso del tiempo se ha asentado la poderosa red que lo sostiene, con patentes vínculos políticos, empresariales y familiares que inspiran temor.
¿Tan poderosa es esta red, este lobby, que no podemos hacer nada para acabar con él? Tengo la convicción contraria. Desde luego, desde el punto de vista estrictamente legal, nada podrá hacerse hasta el año 2023, porque la ley que ampara estos privilegios cortesanos tiene vigencia hasta entonces.
Pero, ojo, el lobby ya está tomando la iniciativa, y afilando sus armas: la Gobernadora está impulsando la extensión del régimen ¡por otros cincuenta años! ¿Por qué no podemos tener, nosotros también, un pensamiento de largo plazo? Primero, es fundamental que el tema se instale en la agenda pública, donde todavía no está. No se trata de unos cuantos especialistas, periodistas, empresarios que murmuran, etc. Se trata de abrir un debate nacional. Se trata, digamos, de que un esfuerzo de argumentación y difusión consiga que esté vagamente al corriente de que el régimen es una típica avivada nacional contra todos nosotros, los giles, por lo menos la cuarta parte de la hinchada de Boca.
Es un decir, pero Neustadt fue capaz de dar vida a doña Rosa. Se trata, también, de ofrecer un puente de plata a Tierra del Fuego: un desmonte gradual y lo menos doloroso posible y una inducción productiva en el marco del régimen nacional de promoción de la industria del software, como lo ha propuesto el economista Federico Muñoz.
Se trata, por fin, de cortar el nudo gordiano político (nadie ignora que hay que hacer cuentitas en el Senado, en la Cámara, etc.) a través de acuerdos vinculantes de largo plazo. 2023 parece lejos, pero está a la vuelta de la esquina si, por caso, somos capaces de sustanciar acuerdos partidarios, empresariales y sindicales que expresen a la gran mayoría contra intereses minoritarios e indefendibles. No es cierto que ese lobby sea “poderosísimo”; o, mejor dicho, lo es pura y simplemente porque hasta ahora estamos guardando la actitud del campesino del cuento de Kafka ante la puerta de la ley.
Pero el régimen fueguino no es excepcional en nuestra geografía jurídica. Es apenas emblemático. Emblemático de un modo de organizar nuestra vida social y política en el que “la utilización de las funciones y medios de las organizaciones públicas” tiene lugar en provecho propio, no del bien común - nuestra corrupción blanca, en otras palabras-. No hay delito en los empresarios que se especializan en la captura de rentas, en los políticos cuya maestría consiste en distribuir privilegios o administrar clientelas, en los jueces que se niegan a tributar excusados en sofismas inverosímiles, en los maestros y otros trabajadores públicos que son eficaces en la extorsión perjudicando atrozmente a padres, alumnos, usuarios de los transportes, en las organizaciones que se atribuyen el derecho a afectar derechos. Delito, no hay.
Vicente Palermo es politólogo e investigador del CONICET. Presidente del Club Político Argentino.
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