Por Roberto Gargarella, PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL (UBA, DI TELLA) - Diario Clarín
Es un error objetar la protesta que deriva en cortes de calles como si se tratara de un conflicto entre reclamantes y transeúntes. Parece imprescindible partir de un diagnóstico que ubique las responsabilidades mayores en los gobernantes.
De manera oportuna, en una nota publicada en esta sección el 26 de enero, Alicia Pierini –actual Defensora del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires– reabre un debate importante, relacionado con los límites de la protesta social y, más particularmente, con el derecho a cortar las calles en señal de protesta .
En su texto, la funcionaria plantea una serie de preguntas con las que abordar la cuestión. Todas ellas, según entiendo, están mal dirigidas, por lo que quisiera, en lo que sigue, repasarlas, aunque más no sea de modo breve. En primer lugar, ella sugiere que nos preguntemos si la protesta del caso es idónea para obtener o promover el fin alegado (i.e., un aumento de salarios o la reincorporación de los despedidos). Su respuesta es que no, porque lo que persiguen quienes cortan una calle es, sobre todo, hacerse escuchar, y no garantizar un derecho.
Por ello, concluye, los cortes no resultan métodos idóneos.
Ocurre, sin embargo, que su pregunta es por completo engañosa. En una mayoría de casos (e insisto, no en todos), el recurso a formas de protesta molestas para los demás no se debe a un ánimo agresivo por parte de quienes protestan , sino a su razonable certeza de que los medios institucionales disponibles para interpelar a los representantes, y recibir soluciones frente a legítimos reclamos, resultan totalmente ineptos para garantizar los derechos constitucionales agraviados . El punto de partida del análisis, entonces, no debe ser el que ella sugiere, sino la doble –y gravísima– falta que comúnmente comete el Estado: primero, al violar masivamente, por acción y por omisión, derechos constitucionales que tiene la obligación de asegurar. Segundo, al inutilizar o tornar directamente ridículos los instrumentos institucionales destinados el reproche cívico.
(¿Alguien puede creer que el Estado va a ejecutar los planes de vivienda que adeuda, o asegurar la educación digna que no asegura, luego de una petición vecinal o una reunión ciudadana con el representante del distrito?)
En segundo lugar, quien fuera Subsecretaria de Derechos Humanos durante el gobierno de Carlos Menem sugiere que nos preguntemos si el instrumento elegido –un corte de calles– es “el único medio disponible” en manos de quienes protestan; y también, si no existen formas de protesta menos lesivas que la utilizada. La primera de estas dos preguntas resulta más bien absurda: todo dilema angustioso nos habla de al menos dos cursos de acción posibles. Se trata, entonces, de una nueva pregunta formulada por la autora para direccionar a su gusto la respuesta, razón por la cual no tiene sentido contestarla.
La segunda pregunta, en cambio, es más interesante, pero en todo caso igualmente inaceptable. Por dar un ejemplo: un grupo de obreros de la construcción, en huelga frente a condiciones de trabajo abusivas, tiene numerosas alternativas a su alcance, menos lesivas para los intereses del patrón. Entre varios cursos de acción posible, ellos pueden redactar un manuscrito de protesta y aun abandonar su empleo. Pero no son estas preguntas decentes para hacer frente a quienes son objeto de abuso reiterado . Las preguntas, otra vez, se las debemos formular, primero, al empleador o al Estado que ofende : ¿cómo es que ustedes permiten o respaldan, sistemáticamente, violaciones de derechos semejantes? El artículo, en cambio, aparece escrito para negar o desplazar la responsabilidad esencial, primera, y gravísima, que es de los últimos, y no de quienes se quejan frente a ellos .
Finalmente, la funcionaria presenta un interrogante más importante, referido a los derechos de terceros. La cuestión es si el daño que ocasionan quienes protestan sobre los derechos de terceros es proporcional a la dimensión de su reclamo. Esta pregunta es fundamental, porque muy habitualmente las protestas acarrean molestias que todos queremos evitar.
Es necesario, sin dudas, pensar alternativas que permitan acomodar los derechos de todos . Sin embargo, no hay que aceptar la trampa que la última pregunta encierra. Es tendencioso presentar el conflicto como uno entre pobres manifestantes y pobres transeúntes -maniobra que nos exige una toma de posición siempre injusta.
El conflicto central en juego es el que origina el Estado, cuando insiste en violar los derechos de los cuales es garante.
En definitiva, le damos la bienvenida al debate sobre la protesta, pero sin aceptar planteos distorsivos, ni olvidarnos de que, habitualmente, y contra lo que sostiene la funcionaria, los “reclamantes” no “desatan el conflicto”, sino que lo padecen , a partir de las ofensas y omisiones de los gobernantes.
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