Cuando uno de nuestros vecinos alemanes empieza una declaración diciendo "los alemanes tiene derecho a..." siempre parece inquietante. ¿De qué derecho se trata, en este caso? Pues bien, el de envenenar el medioambiente, sostienen los expertos de la Fundation Heinrich Böll en un informe reciente. Alemania, como ha reducido de modo suficiente sus emisiones de dióxido de carbono en los últimos años, debería poder aumentarlas en adelante. ¿Y por qué no va a extraer su energía del carbón, a riesgo de generar una energía casi tan contaminante como la que se produciría mediante la combustión de neumáticos? Alemania tiene derecho a hacerlo.

Semejantes declaraciones de parte del país al que se le considera jefe de filas de la revolución de la energía renovable debería remover a los ecologistas. Pero a los ecologistas alemanes no les sienta mal, pues ellos mismos son los que han redactado el informe. La Fundación Heinrich Böll es, en efecto, un think tank del partido Verde alemán. Es el acabose. A los ecologistas les secunda el ministro de Medioambiente, Peter Altmaier, que ha declarado hace poco en Die Zeit que de aquí a 2020 Alemania debería obtener el 35% de su electricidad de fuentes renovables. Pero todavía hay que pensar en el 65% restante.

Peter Altmaier es bien partidario de la vuelta de Alemania al carbón. Ningún otro país construye actualmente tantas centrales alimentadas con coque como Alemania, con 23 instalaciones. La mayor parte de ellas van a quemar lignito, el combustible más sucio entre las energías fósiles, con un impacto en la atmósfera de 150 millones de toneladas de CO2 residual, y todo ello de acuerdo con los verdes.

Los ecologistas apoyan a Merkel

 ¿Se han vuelto locos los ecologistas alemanes? Sí, en cierta forma. Desde el anuncio, hecho por Angela Merkel en marzo de 2011, unos días después de que la central nuclear japonesa de Fukushima sufriese su accidente, del cierre de siete reactores nucleares de los diecisiete que tiene Alemania, los ecologistas no tienen ojos sino para la canciller. En cuanto a la decisión del Gobierno alemán, oficializada el 30 de mayo de 2011, de parar de modo definitivo todas las centrales activas [de aquí a 2022], ha terminado de transformar en realidad los sueños de los ecologistas y ha marcado el principio de la revolución verde.

La decisión de la canciller de abandonar el átomo no supuso un heroísmo político particular, ya que se tomó después de la catástrofe de Fukushima, cuando el 70% de los alemanes se oponía a la energía nuclear. Sin embargo, antes se tendría que haber previsto con exactitud lo que debía hacerse, y ese no ha sido el caso. Se suponía que Alemania debía renunciar al átomo gradualmente para que lo fuesen reemplazando poco a poco energías renovables. En vez de eso, Alemania va a perder en un solo decenio el 20% de su producción de electricidad.

En un primer momento todo el mundo se esperaba que el gas natural fuese el sustituto natural del átomo, pero estas previsiones se han visto frustradas por culpa de un sistema comunitario de comercio de derechos de emisión (o Emission Trading System-ETS) que no ha estado a la altura de lo que prometía. Este mecanismo asigna una cantidad limitada de derechos de emisión de gases de efecto invernadero a las empresas, y les reparte, incluso a las que producen energía, un permiso de emisión de CO2. Las empresas que reducen la cantidad de sus emisiones pueden vender sus derechos no usados a empresas que hayan superado su tope.

El sistema de derechos de emisión de C02 no funciona con la crisis

Con un ETS operativo el carbón no habría tenido ninguna oportunidad de subsistir como fuente de energía frente al gas natural, tres veces menos contaminante en lo que se refiere al CO2. Pero los creadores del ETS no previeron que Europa iba a hundirse en una crisis económica que ha reducido considerablemente la demanda de electricidad. Así, los productores de energía eléctrica se han encontrado con derechos de emisión no utilizados, con lo que los precios han caído mucho. Actualmente, el precio del derecho de emitir una tonelada de CO2 cuesta alrededor de 7 euros, mientras que, según el Instituto de Tecnología de Karlsruhe, para que la electricidad generada con gas natural fuese menos cara que la producida con carbón ese precio debería ser de alrededor de 35 euros.

Mientras ciertas voces se levantan en el Parlamento para reclamar el mantenimiento parcial del sector nuclear, los Verdes se dicen favorables al carbón, cosa jamás vista en la historia de un partido ecologista. "Estamos dispuestos a aceptar una vuelta temporal al carbón como fuente de energía a fin de ahorrarle a Alemania los efectos destructivos del átomo. Al fin y al cabo, lo que nos importa a todos es la protección del medioambiente", ha explicado el jefe del grupo de los Verdes en el Bundestag, Jürgen Trittin.
¿Se trata del interés del planeta o de una convergencia excepcional entre los intereses de los pesos pesados de la industria de la energía y el supuesto bienestar de nuestra madre la Tierra? En cualquier caso, no hay duda de que no son los intereses medioambientales los que priman, como testimonia el triste caso de la industria solar alemana.

Lo menos que se puede decir es que los alemanes adoran la energía solar. El territorio de nuestro vecino occidental está calentado por los rayos solares casi tanto como Alaska, y sin embargo Alemania dispone ella sola de tantas instalaciones de células fotovoltaicas que su capacidad total es casi equivalente a la potencia de todas las instalaciones análogas en el mundo. "Es como si los habitantes de Alaska se pusiesen de pronto a cultivar piñas", ha criticado hace poco el diputado de la conservadora CDU Michael Fuchs.

Una cara afición por la energía solar

Esas piñas les salen carísimas a los alemanes. El absurdo de invertir en el sector de la energía solar se describe con mucha claridad en las publicaciones del economista Joachim Weimann. En su opinión, si los nueve mil millones de euros dedicados este año al sector de la energía solar se hubiesen invertido en energía eólica, se habría producido cinco veces más electricidad, y hasta seis veces más si las inversiones hubiesen ido a parar a la energía hidráulica. Del mismo modo, para reducir las emisiones de CO2 en una tonelada basta invertir 5 euros en el aislamiento de edificios, 20 euros en una nueva central de gas o 500 euros en la energía solar.

Pese a estos costes exorbitantes, el Gobierno alemán ha mantenido durante años el sector, con la esperanza, como sostiene Weimann, de que los fabricantes alemanes de células fotovoltaicas, muy subvencionados, llegasen a dominar el mercado mundial. Pero hace dos años, cuando se comprobó que los chinos eran capaces de producir las células a la mitad de precio que los alemanes, Berlín cortó sus ayudas, lo que provocó una oleada de quiebras en Alemania.

Si los gastos en favor de las energías renovables estuviesen comprometidos con la lógica de proteger el medioambiente, la energía solar no habría visto jamás el día en Alemania. Pero en realidad la revolución verde alemana no tiene tanto que ver con el medioambiente como con el beneficio económico y la voluntad de crear nichos especializados donde las empresas alemanas puedan llegar a ser imbatibles.
Puesto que la canciller alemana Angela Merkel ha logrado convencer a los ecologistas para que apoyen el carbón, es probable que pudiese convertirlos también al átomo. Pero esto no tendría ningún interés para la economía alemana, ya que la energía nuclear es un coto francés. La protección del medioambiente debe ser antes que nada rentable.

Y nosotros, marchamos lento en aprovechar la enorme energía eólica que existe en la Patagonia Argentina...