Por Thomas Friedman para The New York Times
Ha llegado la hora decisiva de Afganistán, y éste es mi voto: debemos pensar una manera responsable de reducir nuestra presencia y nuestros objetivos allí, sin involucrarnos más profundamente. Simplemente no tenemos aliados afganos ni aliados de la OTAN, el respaldo nacional, los recursos financieros y los intereses que justifiquen un esfuerzo ampliado de construcción nacional en Afganistán.
Ha llegado la hora decisiva de Afganistán, y éste es mi voto: debemos pensar una manera responsable de reducir nuestra presencia y nuestros objetivos allí, sin involucrarnos más profundamente. Simplemente no tenemos aliados afganos ni aliados de la OTAN, el respaldo nacional, los recursos financieros y los intereses que justifiquen un esfuerzo ampliado de construcción nacional en Afganistán.
Baso esta conclusión en tres principios:
Primero, cuando reconsidero todos los momentos de progreso en esa parte del mundo, ¿todas las veces que un actor clave en Medio Oriente hizo realmente algo que me hiciera esbozar una sonrisa?, todas esas oportunidades tienen una cosa en común: que Estados Unidos no tuvo nada que ver con ellas.
Estados Unidos contribuyó a construir lo que ellos empezaron, pero el verdadero avance no se inició gracias a nosotros. Podemos avivar las llamas, pero las partes interesadas son las que deben encender los fuegos de la moderación. Y cada vez que intentamos hacerlo nosotros en su lugar, siempre que deseamos más de lo que ellos desean, fracasamos y esos fuegos se extinguen.
El tratado de paz de Camp David no fue iniciado por Jimmy Carter. Más bien, el presidente egipcio Anwar Sadat fue a Jerusalén en 1977 después de que el israelí Moshe Dayan mantuvo conversaciones secretas con Hassan Tuahmi, asistente de Sadat. Los acuerdos de Oslo empezaron en conversaciones secretas sostenidas en 1992-1993 por el representante de la OLP Ahmed Qurei y el profesor israelí Yair Hirschfeld. Israelíes y palestinos por sí solos sellaron un acuerdo y se lo comunicaron a los estadounidenses en 1993, para gran sorpresa de Washington.
La revolución del Cedro, en Beirut, las retiradas israelíes de Gaza y del Líbano, la Revolución Verde en Irán y la decisión paquistaní de combatir a sus propios talibanes en Waziristán fueron todos ejemplos de mayorías moderadas y silenciosas que actuaron por su propia cuenta.
"La gente no cambia cuando le decimos que debe cambiar", dijo el experto en política exterior de la Universidad Johns Hopkins, Michael Mandelbaum. "La gente cambia cuando siente que debe hacerlo." Y cuando las mayorías moderadas y silenciosas se apropian de su propio futuro, nosotros ganamos. Cuando no lo hacen, cuando queremos que se comprometan más de lo que ellos quieren, perdemos. Los locales entonces se abusan de nuestra ingenua buena voluntad y nuestra presencia para saquear sus países y derrotar a sus enemigos internos.
Así es como veo a Afganistán hoy. No veo ninguna chispa moderada. Veo a la secretaria de Estado rogándole al presidente Hamid Karzai que convoque a una reelección porque la primera fue un fraude. Es hora de dejar de subsidiar su insensatez. Que todos ellos empiecen a pagar por su extremismo a precio minorista, no al por mayor. Y entonces veremos un poco de movimiento.
¿Qué pasa si disminuimos nuestra presencia en Afganistán? ¿Volverá Al-Qaeda, los talibanes se fortalecerán y Paquistán se derrumbará? Tal vez. Tal vez no.
Esto nos lleva a mi segundo principio: en Medio Oriente, todos los acontecimientos políticos, todos los que importan, se producen el día después. Hay que ser paciente. Sí, el día después de que disminuyamos nuestra presencia en Afganistán los talibanes celebrarán, Paquistán se tambaleará y Ben Laden hará público un video jubiloso. Y el día después del día después, las facciones talibanas empezarán a luchar entre ellas, el ejército paquistaní tendrá que destruir a los talibanes o ser destruido por ellos, los caudillos afganos se repartirán el país y si Ben Laden sale de su cueva será aniquilado por un avión robótico.
Mi último principio básico: nosotros somos el mundo. Un Estados Unidos fuerte, saludable y seguro es lo que mantiene al mundo unido y en un camino decente. China, Rusia y Al-Qaeda adoran la idea de que Estados Unidos se desangre en Afganistán. Yo no.
Los militares estadounidenses ya han presentado su evaluación. Decían que estabilizar Afganistán y eliminarlo como amenaza requiere la reconstrucción de todo el país. Ese es un proyecto de 20 años en el mejor de los casos y no podemos afrontarlo. Entonces, nuestra dirigencia debe insistir en una estrategia que consiga un máximo de seguridad por menos dinero y menos presencia.
Simplemente, no tenemos el superávit que teníamos cuando iniciamos la guerra contra el terrorismo después del 11 de Septiembre y necesitamos desesperadamente abocarnos a nuestra propia reconstrucción nacional. Debemos ser más listos. Acabemos con Irak, porque un resultado decente allí podría ejercer un impacto positivo sobre todo el mundo árabe musulmán y limitemos nuestra acción en otras partes. Irak importa.
Sí, reducir la presencia estadounidense en Afganistán creará nuevas amenazas, pero lo mismo ocurrirá si incrementamos nuestra presencia allí. Yo preferiría enfrentar nuevas amenazas con un Estados Unidos más fuerte.
Traducción de Mirta Rosenberg - Diario La Nación
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