Creado en 1858, el reducto atrae cada día a cientos de porteños y turistas. El salón principal del Café Tortoni atrae a numerosos turistas y a los argentinos más nostálgicos.
Un café donde el café no es lo que importa. Un pedazo de Buenos Aires que vio nacer el primer boulevard de la ciudad, acunó a poetas y literatos, sirvió a los más grandes, y oyó como Eladia Blázquez le cantaba versos como "refugio fiel de la amistad junto al pocillo de café". Aunque parece que los años pasen de largo cuando se acercan al 825 de la Avenida de Mayo, el Tortoni cumple 150 años y, hoy, la Legislatura porteña le rendirá un homenaje, a las 18.30, mediante el descubrimiento de una placa.
Para él es su templo, el lugar más grato donde ha estado los últimos 50 años y una ininterrumpida lección de cultura y vida. Roberto Fanego, caballero elegante cuya edad califica de "atemporal", conoce el lugar como la palma de su mano. El actual gerente del Tortoni sonríe levemente cada vez que una anécdota se asoma a su recuerdo y cuenta como se quedaba, en sus tiempos de mozo, cerca de la mesa de Borges para escuchar lo que allí se contaba. "No puedo elegir sólo un buen momento. Formar parte de esta historia es todo un lujo", explica.
A mediados del siglo XIX, mientras Monet o Víctor Hugo se reunían para charlar en el café de un napolitano apellidado Tortoni, en el parisiense Boulevard des Italiens, Touan, un francés exiliado en Buenos Aires, levantaba, en la otra parte del mundo y tomando el mismo nombre, un local en el que se respiraría el ambiente del de su predecesor.
Los cafés Tortoni estaban incubando, de forma paralela y en el interior de sus salones, tanto las mejores obras como a sus autores. De aquellas reuniones en las que se bebía poco y se hablaba mucho quedan el recuerdo, las imágenes en blanco y negro que forran las paredes, la peluquería para caballeros a modo de museo, el primer salón para la familia, en el que no podían entrar los hombres solos, y el aire inspirador que inhalaron sus habitués .
Ahora, convertido en un híbrido entre atracción turística y monumento histórico, acoge a una media de 3000 clientes por día. "Lo que servimos, en definitiva, es esencia. Cambiaron las costumbres y tal vez la gente, pero siempre será un café con historia", afirma el señor Fanego. Si uno, sentado en una de las sillas de roble y cuero bordó, cierra los ojos, podría oír a las orquestas que pasaron por el palco. Y si afinara todavía más el oído hasta bajar a La Bodega, en el subsuelo, seguro que se quedaría embelesado con los cantos de Gardel. Fanego, como todos los porteños, no se imagina la Avenida de Mayo sin el Café.
Fuente: Lidia Maseres Girbés para Diario La Nación