Editorial I del diario La Nación
Muchos de los programas de ayuda económica han dejado de ser un paliativo para conspirar directamente contra la cultura del esfuerzo y del trabajo
Cada año que pasa el Gobierno dispone de más dinero para sostener una multiplicidad de planes sociales. La cifra es elocuente: en 2013 se administraron, sin exigir contraprestaciones, 58 planes sociales a más de 16 millones de beneficiarios por un valor de 74.000 millones de pesos. Para 2014, ya son 60 programas de ayuda social para 18 millones de beneficiarios, con un presupuesto de 120.000 millones de pesos.
Si se compara esa cantidad de beneficiarios con el total de la población del país, podría decirse que más del 40 por ciento de los habitantes recibe algún tipo de ayuda estatal que no debe devolver ni siquiera con servicios. Probablemente, el porcentaje sea menor por la sencilla y polémica razón de que, muchas veces, una persona recibe más de un plan asistencial.
La paradoja es notoria: un gobierno que se jacta de haber recuperado el salario, reducido la pobreza y ampliado la oferta educativa y de empleo, entre otros tantos presuntos logros de la declamada década ganada, insume cada año una porción mayor del presupuesto en atender a aquellos que no alcanzan a subsistir con sus magros ingresos o que ni siquiera tienen trabajo, a los que arañan niveles mínimos de educación y a los que no acceden a los más básicos servicios de salud, entre otras tantas falencias deliberadamente silenciadas.
A esos programas se suman las numerosas pensiones graciables que otorga el Estado, los planes de trabajo escasamente controlados, la discrecionalidad en el otorgamiento de las ayudas, su uso político clientelar y su perennidad. Cuando un país necesita perpetuar la asistencia social es porque no tiene la capacidad de generar las condiciones básicas para que sus habitantes procuren por sí mismos su manutención y ascenso social. Cuando la ayuda reemplaza a la oferta laboral, la dependencia económica se hace hábito, se violenta la dignidad de las personas y sus perspectivas de futuro se encogen hasta hacerse invisibles. Si la ayuda, la asistencia o el subsidio pierden su condición de paliativo, el problema se agrava no sólo porque desnuda la profundidad de la crisis, sino porque evidencia que las autoridades carecen de las herramientas para superarla o, peor aún, porque no les conviene políticamente romper con ese estado de dependencia malsana.
Una reciente investigación de Marcos Hilding Ohlsson, de la Fundación Libertad y Progreso, revela que la institución pública que más planes otorga es la Anses (18 programas con casi 14 millones de beneficiarios y un presupuesto de 61.000 millones de pesos para el corriente año). En 2013, llevaba la delantera el Ministerio de Desarrollo Social, con un presupuesto de 33.000 millones de pesos. La Anses, que sistemáticamente apela las sentencias judiciales que reconocen deudas a los jubilados, es la que más compromete sus recursos en planes que no debieran ser tantos ni dirigidos a tantas personas en una década de supuesto crecimiento económico.
La falta de coordinación, de transparencia, de objetividad en los criterios de distribución y de evaluación, y de corrección de los planes sociales -dice el informe- son algunas de las causas por las cuales no se logró ayudar a las personas a salir de la situación de pobreza y vivir por sus propios medios, sino que generó una trampa de dependencia económica que, en algunos casos, lleva ya varias generaciones. En este punto, vale detenerse en la crítica de la presidenta Cristina Kirchner el día en que anunció el plan Progresar, destinado a chicos de entre 18 y 24 años que no estudian ni trabajan. En ese momento, la primera mandataria culpó a los gobiernos que la precedieron diciendo que estos jóvenes son "los hijos del neoliberalismo". Nada dijo, por cierto, de que cuando su esposo, Néstor Kirchner, inició su presidencia en 2003, estos chicos tenían entre 7 y 13 años, es decir, una generación entera que ha transcurrido bajo la tutela del kirchnerismo y que no ha podido hallar una salida a sus padecimientos.
Programa Conectar Igualdad, pensiones no contributivas a madres numerosas; planes Argentina Trabaja, Techo Digno, Jóvenes con Más y Mejor Trabajo, Jefes de Hogar, Progresar y Procrear son algunos de los más conocidos. No pocos de ellos, indirectamente, terminan favoreciendo el trabajo en negro pues, con tal de no perderlos, numerosos beneficiarios omiten declarar haber conseguido un empleo o, lo que es peor aún, prefieren rehusarse a contar con un trabajo formal. A eso se suman la multiplicidad y superposición de programas entregados por la Nación, las provincias y los municipios, irregularidad que resulta favorecida por la falta de coordinación entre los distritos.
Otro dato contradictorio es que mientras el Gobierno muestra índices de inflación, pobreza e indigencia que harían menos necesaria y urgente buena parte de la ayuda, ésta crece cada vez más, dando así crédito a las mediciones que el oficialismo tanto desacredita como, por ejemplo, las del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, cuando sostiene con fundamentos que en nuestro país es pobre el 40 por ciento de las personas que viven en hogares con niños.
Vale la pena reproducir aquí una reflexión que compartimos, publicada en la investigación de Libertad y Progreso: "Que un individuo no tenga trabajo ni se ocupe de conseguirlo desarrolla un problema que se proyecta a lo largo de la vida de ese sujeto y de la de su familia. El trabajo, además de ser remunerado con dinero, genera hábitos, capacita y brinda experiencia. Hay que dejar de ver a las personas excluidas como bocas para alimentar y, en consecuencia, como sujetos receptores de ayuda social. Hay que comenzar a pensar programas que las impulsen a trabajar y a ascender para que no necesiten de más asistencia y puedan ayudar a otros".
Y, desde ya, urge dejar de lado la mentira y los fundamentalismos políticos o ideológicos, sincerando la gravedad de la situación y evitando comprometer todavía más el futuro de todos los argentinos..
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