Por Antonio Navarro - IF (Español)
Entre la resistencia y la retirada.
La ola de revueltas populares que sacude el mundo árabe desde comienzos de 2011 en demanda de mayores cotas de libertad, control de la acción gubernamental, justicia y dignidad ha logrado poner en entredicho la estructura de poder de varias de las autocracias de la región. Los ejércitos, convencidos de su papel de salvaguarda de las esencias de los regímenes árabes, tratan de conservar intacto su poder a pesar de que la sociedad exige crecientemente avanzar hacia la conquista de la soberanía política. En Túnez o Egipto, los mandos militares principales decidieron pronto abandonar a sus presidentes ante la cólera popular, mientras en Libia, Yemen o Siria, éstos se dividieron o se mantuvieron leales al régimen.
La falta de una alternativa política articulada en sociedades divididas por la fragmentación sectaria, la ausencia de partidos representativos, la inexistencia de un tejido civil articulado –carencias democráticas esenciales— y, en fin, las imperiosas necesidades materiales juegan a favor de un estamento que se resiste a abandonar la escena de forma definitiva. El investigador del Carnegie Middle East Center de Beirut, Yezid Sayigh, y experto en el estudio del papel de los ejércitos árabes, advierte: “Si los procesos de transición sucumben a las difíciles circunstancias económicas, no es inconcebible que Túnez y Egipto acudan, siguiendo el modelo libanés, a los altos mandos militares buscando la salvación nacional. No se volverá a la dictadura ni se convertirán en presidentes, pero sí limitarán la democracia”. En un escenario cambiante –y salvando las profundas diferencias entre cada caso—, los ejércitos negocian nuevos roles en pugna con las nuevas fuerzas emergentes en la región.
AFP/Getty Images
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Arabia Saudí
El Ejército saudí ha actuado como brazo ejecutor del régimen y su
estrategia contrarrevolucionaria en su intento por aplastar cualquier
forma de revuelta inspirada en la primavera árabe, tras la que la
monarquía estandarte del islam suní halla siempre la impronta de los
intereses expansionistas de la República Islámica de Irán. En octubre
del año pasado, las fuerzas de seguridad saudíes reprimían con dureza
las protestas registradas en la ciudad de Qatif, situada en la provincia
oriental del país rica en recursos petrolíferos y de mayoría chií. Sin
lugar a las contemplaciones. La intervención del Ejército saudí no se ha
limitado al territorio nacional; también en la vecina Bahrein –país de
mayoría chií pero gobernado por una monarquía suní—, donde las tropas de
la Guardia Nacional acudían en febrero del pasado año –1.200 unidades— a
poner fin a las protestas ante los temores de Riad de una irrupción
regional. Con todo, la Casa de Saúd –que abandera hoy la condena al
régimen de Bashar al Assad en Siria y financia al Ejército opositor—
trata de ejercer un papel de liderazgo regional en la nueva etapa que
topa irremisiblemente con su propio inmovilismo, cinismo e insalvables
contradicciones. Aunque, por el momento, a pesar del malestar creciente
de su propia población, la protesta doméstica no ha alcanzado cotas
dignas de poner a prueba al régimen saudí.
Argelia
Le pouvoir (El poder), modo eufemístico con el que en el
país magrebí se conoce a la élite militar gobernante, manda desde la
creación de la República Argelina en 1962. El golpe de Estado de enero
de 1992 tras la victoria del Frente Islámico de Salvación (FIS) en la
primera vuelta de las elecciones legislativas –las primeras libres— y la
posterior y cruenta guerra librada contra los islamistas, confirmó su
hegemonía. Su exitoso modelo ha consolidado a los generales y a la red
de intereses económicos que tienen. El régimen subsiste hoy gracias al
éxito de la implacable acción de las fuerzas de seguridad, un juego
electoral meramente cosmético –a pesar del reconocimiento constitucional
del multipartidismo en 1989— y el apoyo financiero de los ingresos
procedentes de los abundantes recursos de gas y petróleo del país
magrebí.El Frente Nacional de Liberación (FNL), el viejo partido único protagonista de la independencia argelina, que lidera el presidente Abdelaziz Buteflika, sigue beneficiándose de la ausencia de oposición real al régimen en las contiendas electorales. La lucha contra el terrorismo yihadista –y la firme alianza militar con EE UU en esta tarea— constituye, además, un pilar esencial para la credibilidad del Gobierno. El general Buteflika, que dirige el país desde 1999, ha sorteado la primavera árabe –a pesar del creciente descontento popular— con la extensión de los subsidios sociales y tímidas promesas reformistas a costa de una sociedad aún lastrada por el miedo a una nueva conflagración civil. En las últimas elecciones legislativas de mayo de 2012, contrariamente a lo que muchos anticipaban, el ascenso del islamismo –el FIS sigue siendo ilegal—resultó un fiasco; el FNL volvió a cosechar una amplia victoria gracias a contar con toda la maquinaria del régimen –incluido un sistema electoral que les favorece— a su servicio.
La ausencia de oposición real al régimen no oculta la batalla que se libra en los últimos años en el seno de la élite argelina entre los altos mandos militares, los servicios de inteligencia y los sectores civiles del partido gobernante, con el presidente a la cabeza, partidarios de una mayor liberalización económica. Hasta las elecciones presidenciales de 2014 el viejo general y la oxidada estructura no hallarán obstáculos mayores.
Mahmud Hams/AFP/Getty Images
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Egipto
Para no pocos observadores, los militares –y los intereses económicos
y políticos foráneos que estos se encargan de proteger— siguen siendo
el único poder real en Egipto. Los 18 meses transcurridos desde el
inicio de la revolución de la plaza Tahrir de El Cairo han probado las
iniciales promesas del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas de
apartarse de la vida pública y ceder el poder a la sociedad civil a
pesar de acabar uniéndose al levantamiento popular cuando Mubarak era ya
cadáver político. El golpe de Estado suave llevado por los
militares a través del Tribunal Constitucional en la víspera de la
segunda ronda de las elecciones presidenciales al invalidar las dos
cámaras de la Asamblea Popular –de mayoría islamista—, asumir en el
Consejo amplios poderes legislativos y anunciar, consecuentemente, la
creación de un nuevo cuerpo encargado de redactar una Constitución
interina, confirman las intenciones de los generales. Incluido el
sospechoso resultado electoral –un ajustado 51,7% a favor del candidato
de los Hermanos Musulmanes y actual presidente Morsi frente al 48% de
Ahmed Shafiq, ex primer ministro de Mubarak— tras varias jornadas de
escrutinio. La pugna entre el islamismo y las fuerzas políticas
seculares y los militares continuará en los próximos tiempos, al igual
que el regateo y la negociación de atribuciones y privilegios entre el
nuevo poder civil y los hombres de uniforme. La elaboración de la futura Constitución medirá las fuerzas en una contienda que se antoja larga. Por lo pronto, el presidente Morsi se bajó del carro un día después de su jugada audaz de habilitar el anulado Parlamento alegando “respeto” a la justicia y el Estado de Derecho. En su reciente visita a El Cairo, la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, expresó al mariscal Husein Tantawi, jefe de la Junta Militar, su deseo de ver reducida la misión de los militares a “un papel exclusivamente circunscrito a la seguridad nacional”. “La actitud impredecible de los militares en la transición habla de la ausencia de una estrategia propia y de una actuación meramente impulsiva, guiada por un autoritarismo y el paternalismo inherentes”, remarca Sayigh del Carnegie Middle East Center.
Libia
A diferencia de Egipto, en Libia no ha existido algo parecido a una
junta militar encargada de la tutela de la transición desde el régimen
del coronel Gadafi, que marginó al Ejército en los últimos 20 años
creando unidades pretorianas leales a su persona y no dudó en ordenar a
sus tropas disparar contra la oposición. El Gobierno del Consejo
Nacional de Transición, que asumió el poder tras la caída del dictador,
ha tratado en los últimos meses de controlar la situación con una
sociedad crecientemente insatisfecha y aún un sinfín de milicias armadas
dispuestas a seguir haciendo la guerra por su cuenta. Con un Consejo
que ha venido actuando como un paraguas institucional, Libia carece aún
de una estructura militar capaz -desintegrada de forma parcial de la
estructura existente- de absorber a la pléyade de grupos juveniles
levantados en la revolución contra Gadafi –en torno a 200.000 personas
aseguran ser rebeldes. En mayo pasado, no obstante, los esfuerzos del
Consejo habían logrado que el Ejército contara ya con 35.000 unidades,
constituidas esencialmente por rebeldes sin una formación militar
específica. El proceso de integración de un nuevo Ejército nacional
democrático es prioritario: Trípoli ha demandado en los últimos meses
ayuda logística a Jordania, Turquía y Qatar. Y no parece demasiado
probable que se produzca una conflagración armada entre las brigadas del
Este y el Oeste. El resultado de las elecciones del pasado mes de
junio, con la mayoría obtenida por una coalición de formaciones
liberales, auguran un escenario moderadamente optimista. Además, el
entorno geopolítico libio es más favorable que el de otros países del
mundo árabe y el conjunto de la región.
Louai Beshara/AFP/Getty Images
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Siria
La brutal represión contra la población civil llevada a cabo por
Bashar al Assad a través del Ejército sirio y fuerzas paramilitares
constituye el mejor ejemplo de lealtad sectaria a un régimen. A pesar de
los 18 meses de revueltas, el Ejército –formado esencialmente, como el
resto de la Administración, por miembros de la casta alauita— se
mantiene sólidamente unido. El régimen trata de islamizar la revolución y reducir a los opositores a meros los terroristas. Al Assad ha aprendido de los janvieristes
argelinos –el grupo de viejos generales que se levantó contra la
victoria islamista en las urnas en enero de 1992—: resistir hasta el
final. Las similitudes con la guerra civil argelina de los 90 son
profundos. A falta de la ayuda militar directa desde el exterior y con
el apoyo aún firme de China y Rusia a Damasco, el Ejército Libre de
Siria –paraguas militar de una oposición variopinta e incapaz de ponerse
de acuerdo en estrategias y principios y que está integrada,
fundamentalmente, por desertores— no parece representar aún una amenaza
seria a la estructura militar del régimen, que aún no ha desplegado toda
su capacidad potencial para golpear. Sin embargo, las deserciones
registradas en las últimas fechas y, sobre todo, el duro golpe recibido
por la cúpula militar y de las fuerzas de seguridad el pasado día 18 de
julio –con la muerte del ministro de Defensa y de otros altos cargos del
departamento— podrían acelerar el final del régimen construido sobre la
estructura del partido Baaz por Hafez al Assad desde 1971 y apuntalado
por su hijo Bashar a partir del año 2000.
Túnez
Aún persisten con fuerza las imágenes de los soldados del Ejército tunecino negándose a disparar a los manifestantes de la revolución de los jazmines
–acaecida entre diciembre de 2010 y enero de 2011— contra la autocracia
de Zine el Abidine Ben Alí en la memoria colectiva del país magrebí.
Ben Alí, continuando la estrategia instaurada por el padre del Túnez contemporáneo
Habib Burguiba, mantuvo a los militares alejados del poder durante más
de los 24 años que estuvo instaurado un régimen sostenido por los
servicios de seguridad y el Reagrupamiento Constitucional Democrático:
partido único de facto. Desde el inicio de la revuelta a
finales de 2010, los militares estuvieron del lado de un pueblo que
confiaba en ellos más que en ningún otro estamento o institución del
país. Con todo, los mandos militares han dejado fundamentalmente intacto
el Ministerio del Interior. Como escribe el investigador Badra
Gaaloui:“Ha quedado claro que la estrategia de Ben Alí de
marginalización de los militares se ha convertido en un inopinado aliado
de la transición política”. En resumen, hay profundas razones para
creer que el Ejército no será un obstáculo mayor en el proceso de
normalización política tunecina, aunque la nueva realidad refuerza su
situación.
/Getty Images
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Yemen
La irrupción revolucionaria en Yemen puso fin el pasado mes de enero a
la autoridad que ejercía Alí Abdulá Saleh –desde 1978 al frente del
país— con el papel clave del Ejército. Éste sufrió una parálisis a
medida que la revuelta contra Saleh arreciaba, convirtiéndose en factor
clave en la transición en la presidencia. El movimiento juvenil impulsor
de la revuelta, convencido del riesgo de que la transición se redujera a
un mero lavado de cara del régimen y que permaneciera la misma élite al
mando, comenzó a tejer entonces una alianza con los actores principales
del país: una parte de la cúpula militar, del liderazgo tribal y de los
grupos islamistas. El nuevo presidente electo Abed Rabbo Mansur Haidi
–vicepresidente desde 1994- inició su mandato con la destitución de
varias de las figuras claves del Ejército, como el hermanastro del ex
presidente –jefe de la Fuerza Aérea— o un sobrino del mismo, líder de la
guardia presidencial. Las reacción violenta de facciones armadas leales
al depuesto dirigente no se hizo esperar. Con todo, como escribe Ginny
Hill en FP, “muchos yemeníes están dispuestos a dar a Hadi el
beneficio de la duda, considerando la cautela con la que libra sus
múltiples batallas y que él es consciente de que su futuro político
depende de cómo gestione el balance de poder”. De éste, de la habilidad
del nuevo presidente de congraciar viejo y nuevo orden, dependerá la
estabilidad yemení. En fin, Hadi avanza lentamente, con un país dividido
en facciones y grupos tribales enfrentados, una población ávida de
reformas y una economía al borde del colapso, hacia la centralización
del mando militar y la cohesión de un tejido civil nacional.
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