viernes, 5 de octubre de 2012

La rebelión de los propios


Por Carlos Pagni - LA NACION
La protesta salarial de las Fuerzas Armadas y las de Seguridad abrió para Cristina Kirchner una crisis compleja. Y ella no ha sabido dar todavía con una respuesta clara.

En principio, el problema es serio porque el brote de indisciplina alcanzó a una organización, la Gendarmería Nacional, que había sido adoptada por el Gobierno como el principal instrumento para combatir la inseguridad, que es el malestar social más agudo que registran las encuestas.

La Presidenta consideraba a la Gendarmería su fuerza favorita por un par de razones: no la veía identificada con la represión ilegal de los años 70 y, además, mantendría niveles de decencia contrastantes con la imagen convencional de las principales policías del país.

Cuando Nilda Garré inauguró el Ministerio de Seguridad y quiso abordar el problema de la delincuencia metropolitana, recurrió a los gendarmes, que fueron trasladados de a miles hacia el conurbano, en un gesto ofensivo para la policía bonaerense. Cuando fue designado para controlar a Garré, el teniente coronel Sergio Berni se estableció en el edificio Centinela. También se apeló a la Gendarmería para las controvertidas tareas de inteligencia del denominado Proyecto X. Y fue a los gendarmes a quienes el oficialismo confió un objetivo tan relevante como la ocupación de Cablevisión, la colina más valiosa de la guerra contra Clarín. La tormenta que se desató el martes quebró la confianza en esa organización predilecta. Fue, en este sentido, la rebelión de los propios.

La otra dimensión inquietante de este trance es la falta de una respuesta adecuada. El Gobierno todavía no consigue ofrecer una definición coherente del fenómeno. Garré dio por liquidado el levantamiento con el cambio de autoridades en la Gendarmería y la Prefectura, aunque la revuelta siguiera apareciendo por televisión. Berni reaccionó ante un reclamo gremial, aceptó un petitorio de los insubordinados y prometió resolverlo en seis días. Esa dilación podría ser una táctica interesante para desgastar a un grupo de huelguistas convencionales. Pero con los uniformados sólo logró extender la protesta. Ayer la desobediencia se había multiplicado en varias unidades militares. Nada que el Gobierno no pudiera prever: el ministro de Defensa, Arturo Puricelli, había sido informado el martes por la noche de que en varias dependencias del Ejército -en el 5º Cuerpo, por ejemplo- se registraban amotinamientos de suboficiales. Ayer se especulaba que el jefe de la policía bonaerense recibirá un pliego de condiciones salariales de sus subordinados. En su interés por cansar a los quejosos, Berni olvidó aquel aforismo de Perón: "Sacar a los hombres de armas de los cuarteles es difícil; pero más difícil es volverlos a meter adentro".

Es comprensible que Berni esté desorientado: confraternizó con las fuerzas como un oficial más, confiando en que así se libraría de estos contratiempos, atribuidos a la intemperancia de Garré. Pero la interna del teniente coronel con la ministra se ha vuelto despiadada. Es otro error incomprensible del Gobierno, que ya se verificó en el duelo Scioli-Mariotto: traslada a la política de seguridad las tensiones de su interna. Es decir, juega con fuego.

La falta de una interpretación de lo ocurrido aumentó la incertidumbre. Estela de Carlotto y Juan Cabandié, por ejemplo, denunciaron una amenaza para la democracia. Si fuera así, ¿por qué Juan Manuel Abal Medina suspendió los decretos del conflicto sin esperar a que se restablezca la disciplina? ¿Por qué Berni aceptó un petitorio formulado por supuestos sediciosos? Si el sistema institucional estuviera en peligro y, por lo tanto, se requiriera especial cohesión política, ¿había que agredir a la oposición defenestrando a Leandro Despouy de la AGN?

En rigor, el Gobierno ignora las raíces del fenómeno y no parece haber una cabeza coordinando los movimientos. La Presidenta, como ante otros grandes contratiempos, está desconcertada. Desde que se produjo el cacerolazo, la ganó la sensación de que todo el mundo se le anima. Los funcionarios admiten la espontaneidad del levantamiento, pero se intrigan ante la osadía de quienes lo lideran. Cabandié filtró una pista sobre las presunciones presidenciales cuando habló de que "detrás de esto hay manos negras", para referirse enseguida a "las banderas de Rico". Aldo Rico aceptó el papel que le asignaba Cabandié y aleccionó a los insubordinados: "No bajen la protesta porque los van a traicionar".

La crisis tiene también un costado fiscal que debe ser mirado con detenimiento. Los desajustes salariales alcanzan en todo el país a unos 400.000 efectivos. Además, los fallos de la Corte que obligan a incorporar al salario los suplementos no remunerativos valen tanto para las fuerzas de seguridad como para las Fuerzas Armadas. ¿Qué suma representa para el Tesoro ese blanqueo? ¿Qué repercusión tendrá en el resto del sector público? ¿Se admitirá alguna forma de sindicalización castrense, como la que existe, por ejemplo, en Italia?

Con la queja de los uniformados se ha vuelto escandaloso un dato conocido: el mayor empleador en negro del país es el Estado. La informalidad se extiende mucho más allá de los organismos policiales y castrenses. Llega al sistema universitario, al aparato de salud y hasta al Ministerio de Trabajo, que debe combatir la desviación.

Existe una última incógnita, acaso la más relevante: ¿ajustará el oficialismo, a partir de estos episodios, su discurso sobre las Fuerzas Armadas y de seguridad? La relación del Gobierno con esas instituciones ha sido una variable dependiente de su discurso sobre los derechos humanos. Las Fuerzas Armadas fueron identificadas, de manera más o menos directa, con la represión ilegal. Y las de seguridad, sospechadas de desbordes, corrupción, gatillo fácil. La falta de estímulo profesional para todo aquel que luzca una gorra excede en mucho el problema salarial. Remite a la narrativa central del kirchnerismo. Es ese núcleo de la política el que ha sido puesto a prueba.

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