Para
hablar de la nueva ley de semillas es necesario entender que si
queremos una oferta de semillas capaz de producir la mayor cantidad de
granos deben contener la mejor tecnología disponible y esto se logra si
producirlas es un buen negocio. Reconocer el valor de las mismas en usos
posteriores facilita el recupero de las inversiones por parte de los
semilleros y asegura una mayor cantidad de oferentes en el mercado,
evitando lo que pasa hoy, que solamente unas pocas compañías son dueñas
de un mercado sin competencia.
Del mismo lado del negocio se encuentran los proveedores de eventos biotecnológicos, los cuales para llegar mediante investigaciones a obtener algún evento que transmita características deseadas a una planta pueden pasar varios años, a los que se deben sumar 4 o 5 más que son los que los organismos se toman para evaluar la inocuidad alimentaria y ambiental, antes de liberarlos, y al ser las semillas el vehículo para su venta, corren la misma suerte.
Hay una diferencia en cuanto a los eventos respecto de las variedades; la misma consiste en que los eventos pueden patentarse y esto abre un camino legal diferente, ya que la ley de patentes permite el cobro de regalías cada vez que se lo use, y mientras dure la protección que le brinda la patente. A esta protección no acceden los semilleros que por ley no tienen permitido patentar plantas ni ningún organismo vivo.
Haciendo uso del sentido común podemos advertir que tanto los semilleros como los proveedores de traits forman parte de un gran negocio de cuya eficiencia y calidad dependen el éxito y la productividad de los agricultores, conformando una cadena que debiera funcionar en equilibrio.
Del otro lado del mostrador están los productores argentinos que por la diversidad cultural, tamaño de las explotaciones y diferencias de ambientes productivos no llegan a un acuerdo para reconocer el valor. La discusión no siempre se da en el terreno de tratar de encontrar una fórmula para el reconocimiento sino que en algunos casos todavía se discute si hay que pagar y mientras tanto, no se paga.
En general a los argentinos no nos gusta reconocer los derechos intelectuales de nada, todo el mundo está contento con la gratuidad de las cosas y así nos va. Los trenes son casi gratis, pero el servicio es pésimo, la energía es barata, pero no alcanza, la salud es barata, pero los hospitales se caen, y podría seguir enumerando desastres.
En este contexto es en el que debemos encontrar la forma de salir del atolladero de los que necesitan cobrar y los que no quieren pagar por diferentes motivos. Entre medio hay muchos que de hecho quieren y están pagando voluntariamente, pero esto genera más inequidad, ya que muchos se benefician por el pago de pocos.
El Estado, convertido en dueño del 35% de la producción, debería implementar un sistema que promueva mayor productividad, compatibilizando sin mayores costos las posiciones de los semilleros y los productores.
Sin juzgar la conducta de los productores, es entendible el porqué de la negativa al reconocimiento de regalías por el uso de semillas: en ninguno de los países productores de soja se les cobran retenciones, y menos en estos niveles confiscatorios del 35%. Si a estos costos se pretende agregar el de regalías, el negocio de producir se tornaría inviable cuando el precio baja.
Los beneficios por el aumento de producción llegan a todos a través del sistema de retenciones, menos a quienes producen. Pero aplicando una visión de largo plazo salta a la vista que el mejor negocio es pagar lo que corresponda por el uso de nuevas tecnologías. Ese costo debería salir del monto de retenciones que hoy pagamos y no tendría que aportar ninguna complicación extra para los productores más allá de una declaración jurada.
El ejercicio está dentro del terreno de los supuestos, pero en el caso que la pretensión de los semilleros sea del tres por ciento de la producción, teniendo en cuenta un promedio nacional de 27 quintales por hectárea resultaría 0,8 quintales por hectárea que representa una inmensa suma comparada con la actual, y que podría ir bajando al ser menor el riesgo. En la actualidad, la semilla certificada que se comercializa es alrededor del 30% . Con esta cifra el esfuerzo del Estado es mucho menor pero si se implementase este sistema y los productores optaran por usar la semilla certificada, redundaría en aumentos de la producción.
Los productores solo debieran declarar que marca de semilla utilizó para que luego el Estado liquide a quien corresponda el beneficio y de los controles se ocuparían los semilleros para defender sus posiciones. El organismo de control y aplicación debiera ser el Inase, ya que su directorio está formado por representantes de toda la cadena. Este sistema estimularía la competencia por la captación del mercado de semillas bajando los precios ya que el negocio lo va dar la participación en el mismo.
La conclusión es que la ley estaría en condiciones con la identificación del pequeño productor y la inclusión del concepto de variedades esencialmente derivadas. Por último, pienso que este tipo de reglamentaciones pueden aplicarse con carácter transitorio y establecer que cada 4 años sean revisadas por representantes de los sectores involucrados..
Foto: Marcelo Manera.
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