Por Julio César Balbi para LA NACION (*)
La ampliación de los carriles para colectivos y taxis, los cambios de carriles en la avenida Pueyrredón, el proyecto de una línea troncal sobre Juan B. Justo, la implementación del puntaje en la ciudad, el control de alcoholemia y la incautación de vehículos, además del labrado de infracciones, son medidas que, cuando menos, manifiestan el perfil de una política de tránsito que tiende a su ordenamiento y, además, a desalentar el uso del vehículo particular en beneficio del transporte público de pasajeros.
Es bueno observar que últimamente, desde el gobierno porteño, se vislumbra la voluntad política de modificar un problema que nos agobia, como es el caos en el tránsito por la ciudad.
Hemos insistido en muchas oportunidades en la necesidad de contar con una política de Estado en este sentido. Sin embargo, y considerando esta problemática desde la Región Metropolitana, la ciudad, sola, poco puede hacer para construir soluciones definitivas cuando no tiene injerencia en el control de la calidad del servicio del transporte público. Por eso, si no se mejora sustancialmente este tema resulta injusto actuar solamente sobre el uso del vehículo particular.
La Región Metropolitana concentra el 30% de la población del país. Cuando se recuerda la naturaleza federal de la Argentina se debe también tomar en cuenta esta proporción. Que sea la Nación la que administre y decida sobre la red de subterráneos sigue siendo un despropósito tan grande como el manejo de las decisiones sobre la red de transporte automotor, que, con aproximadamente 130 líneas de colectivos, atienden este servicio público entre la Capital y el primer y segundo cordón del Gran Buenos Aires.
El último aumento de tarifas no representa, necesariamente, una disminución proporcional en los subsidios destinados a las empresas privadas que brindan el servicio, como tampoco parece promover un mejoramiento en la calidad del servicio que prestan. Resulta posible pensar que el aumento del costo del pasaje es el resultado del aumento del costo del servicio por la inflación. De esta forma, el aumento es trasladado al usuario sin que represente una disminución en la masa de dinero destinada a los subsidios. De cualquier modo, es evidente la ausencia de una política de transporte que privilegie, como bien jurídico tutelado, al usuario. De hecho, no resulta arbitrario, ni mucho menos, ser coherentes en la exigencia de una calidad de servicio acorde con los derechos de usuarios y consumidores.
La complejidad del problema que nos ocupa impide desarrollar en pocas líneas todas sus aristas. Los intereses económicos de empresarios, la morosidad con que se administra el tema desde la gestión de la Secretaría de Transporte de la Nación y la ausencia notoria de la Agencia de Seguridad Vial de la Nación en políticas nacionales como deberían ser el registro único de conductor y la aplicación del puntaje, entre otras, termina neutralizando todo esfuerzo local para cambiar una realidad que nos agobia cotidianamente.
Mientras los pasajeros del transporte ferroviario sigan viajando hacinados, los del transporte de colectivos sigan haciéndolo en vehículos que exceden la antigüedad que corresponde y los de subterráneos continúen siendo víctimas de un mal servicio y rehenes de conflictos gremiales que les son ajenos, no habrá medida que justifique abandonar el uso del vehículo particular, para quienes puedan hacerlo.
El problema del tránsito en nuestra región solo encontrará alguna solución cuando la prioridad del Estado sea arbitrar los medios para garantizar la calidad de servicio en la prestación, de forma simultánea con el necesario cambio cultural que representa un ordenamiento del tránsito en el que prive el respeto al marco legal vigente por parte de peatones, ciclistas, motociclistas y conductores de vehículos particulares, o del propio transporte público.
Debe haber una sanción ejemplificadora a quienes transgreden las normas en el nombre de la seguridad de todos, y debe imperar el ejemplo de quien impone esta sanción -el Estado- para demostrar con claridad que la prioridad es el derecho del usuario. Lo contrario es una renguera que no alcanza a disimular que la prioridad es la recaudación y que toda medida que se instrumente, por bien intencionada que sea, no logrará solucionar el caos del tránsito.
Una política de Estado exige la complementariedad entre las diferentes jurisdicciones de la Región Metropolitana, y esto debería exceder los intereses políticos propios de cada una de ellas. Seguimos esperando.
(*) El autor es director del Ente Regulador de los Servicios de la Ciudad de Buenos Aires.
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