Editorial I del diario La Nación
Las fallas de los organismos de contralor en casos de corrupción del kirchnerismo permiten sospechar una actitud deliberada
A medida que se van conociendo nuevos casos de corrupción kirchnerista en un proceso permanente que no da respiro a la ciudadanía, suele repetirse cada vez con mayor frecuencia que esos casos ilustran las falencias de los organismos de control. Sin embargo, ante la cantidad de escándalos que se suceden sin tregua -seguramente son más los que se ignoran- cabe plantearse si en realidad no hubo tales fallas y los controles funcionaron, pero lo hicieron con la lógica perversa y delictiva que les imprimió el kirchnerismo. Esa lógica consistiría no sólo en no controlar, sino también en permitir los negociados de la propia tropa, al tiempo que se emplean esos órganos como instrumento de presión y persecución política.
Cuando la denominada falla en los controles es casi sistemática y cuando no sólo no se supervisa lo que debería sino que se persigue a personas y empresas que se han manifestado en términos críticos respecto del gobierno nacional, no podríamos hablar de fallas sino de un funcionamiento subvertido. Así, los controles funcionarían para permitir el delito y otorgar impunidad a sus autores.
Es el caso, por ejemplo, de la Unidad de Información Financiera (UIF), a cargo de José Sbatella, donde se cajoneó sin investigación alguna la denuncia por lavado de dinero contra Sergio Schoklender radicada un año antes en esa unidad por dos diputadas de la Coalición Cívica.
Antes, el Gobierno había intentado que la UIF actuara contra algunas empresas, como llegó a hacerlo la Comisión Nacional de Valores contra una empresa del grupo Techint y contra Papel Prensa. En esta última empresa se da la aberración de que un integrante del directorio en representación del Estado sea el propio titular de la la Sindicatura General de la Nación (Sigen). Recordemos también que, en su momento, Ricardo Echegaray, titular de la AFIP, ordenó un procedimiento claramente intimidatorio en el diario Clarín.
Los ocho años del kirchnerismo en el poder, junto con la concepción del oficialismo sobre el poder como herramienta de dominio y presión, han permitido este estado de cosas, que también puede advertirse en la justicia federal, donde, por ejemplo, el juez Norberto Oyarbide resulta casi invariablemente sorteado en casos de corrupción que preocupan al Gobierno.
Cuando el delito y la corrupción forman parte del ejercicio del poder político, cuando los fondos estatales se emplean para comprar voluntades -como habría sucedido con las Madres de Plaza de Mayo-, cuando fondos provenientes del narcotráfico terminan financiando campañas presidenciales -como ocurrió con la de Cristina Kirchner- y cuando el otorgamiento de obras públicas -como en el caso Skanska y sus sobreprecios para la construcción de gasoductos- y de subsidios -como en el del ex secretario de Transporte Ricardo Jaime- se realiza a cambio de sustanciales coimas, es lógico que sea preciso pervertir e invertir la función original de los organismos de control, reduciéndolos a un permanente despiste. Es decir, a la negación de su propia esencia.
Lo más preocupante radica en que el consiguiente incumplimiento de las funciones de los funcionarios públicos finalmente puede volverse rutinario hasta consolidarse un sistema delictivo dentro del Estado que tenderá a su propia perpetuación, al margen de los gobiernos que se sucedan.
A su vez, este tipo de mecanismo ilegal también, por supuesto, es susceptible de actuar al margen de los requerimientos políticos y al solo influjo del poder del dinero. Desvirtuada su razón de ser, lo que comenzó como una suerte de obediencia debida puede adquirir autonomía y venderse al mejor postor. Quizá cuando pasen los años sea este perverso esquema el que quede como la mejor ilustración de lo que se denomina "modelo" kirchnerista y de su funcionamiento sin fallas.
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