Por Juan Carlos de Pablo para la Revista Fortuna
¿A quién se le ocurre importar productos que se pueden producir localmente? Referido al caso de los alimentos, en las últimas semanas el interrogante fue planteado por el secretario de Comercio, causando gran revuelo, a pesar de no haber firmado ninguna disposición que prohibiera la referida importación (en economía, algo “existe” cuando afecta la toma de decisiones. En la Argentina 2010 ¿qué supermercado importará turrón en octubre próximo, para venderlo en “las fiestas”, y arriesgar que -aunque no exista disposición escrita alguna- el contenedor recién pueda ser despachado a plaza… en abril de 2011?).
Mucha gente piensa igual que Guillermo Moreno, es decir, considera que el comercio internacional debería circunscribirse a los productos que bajo ninguna circunstancia se pueden conseguir dentro del territorio nacional. Por ejemplo, no hay petróleo en Japón, los japoneses utilizan autos para movilizarse y los autos utilizan derivados del petróleo. Ergo, hasta Moreno permitiría que Japón importara petróleo.
Ahora bien, ¿exportando qué productos podría Japón pagar sus importaciones de petróleo, en un mundo donde todos circunscribieran sus compras al exterior a productos que no pudieran conseguir de ninguna manera dentro de sus respectivos territorios? En su época dorada uno asocia a Japón con la elaboración de máquinas fotográficas, vagones ferroviarios, etc., productos que (cuando se ignora el costo) se pueden fabricar en cualquier país del mundo.
Del comercio internacional se ocuparon, entre otros, Adam Smith y David Ricardo. El primero recomendó que los países intercambiaran productos en base a lo que se denomina “vent for surplus”, sintéticamente, vender lo que sobra y comprar lo que falta (¿a qué precio?). Cuatro décadas después Ricardo recomendó basar el comercio internacional en la ventaja comparativa (en su ejemplo, tanto Inglaterra como Portugal podían fabricar textiles y vino, pero a ambos les convenía que el primero se especializara en “productos industriales” y el segundo en “productos primarios”).
Entre los economistas la teoría de Ricardo superó a la de Adam Smith, y para explicar el comercio internacional que se desarrolla entre países con dotaciones factoriales muy similares entre sí, la teoría de Paul Krugman a su vez superó a la de Ricardo. Pero si esto es así; ¿por qué con tanta frecuencia no sólo los ciudadanos sino también los dirigentes políticos prefieren la teoría de Smith a la de Ricardo?
Porque aprovechar la especialización y la división del trabajo que posibilita el comercio internacional genera beneficios, pero también riesgos, ganadores y perdedores. A algunas personas hay que recordarles que el comercio internacional genera beneficios, a otras que tiene sus riesgos, y a todos que la ganancia neta no siempre se reparte entre todos, sino que hay ganadores y perdedores.
Que la división del trabajo genera beneficios lo explicó Adam Smith al comienzo de La riqueza de las naciones, con su inmejorable ejemplo de la fabricación de alfileres (también explicó que el grado de división del trabajo depende del tamaño del mercado, por lo cual se entiende que un médico especialista en Capital Federal, no tiene más remedio que ser generalista en Villa la Angostura). En cuanto a los riesgos de la especialización basta con citar las dificultades que los argentinos sufrimos durante la Primera Guerra Mundial y la década de 1930.
Al mismo tiempo, como no hay nada neutral en la regulación o desregulación económicas. Prohibir la importación de chocolate suizo pone muy contentos a quienes fabrican chocolate en Bariloche, y furiosos a quienes consumen chocolate en la Argentina; permitir la importación de chocolate genera los resultados inversos.
“La rebaja de derechos aduaneros se hace en la Argentina para `amparar y defender al pueblo consumidor’. No hay más que 2 clases de consumidores en el mundo civilizado: el pobre pordiosero que extiende su mano para implorar consumos, mano que nada puede producir, y el heredero haragán que consume y no produce… La política pasiva de países como el nuestro, de producción uniforme y abundante, de población dispendiosa y desdespreocupada, con sentimientos cosmopolitas, es el campo más favorable que se puede imaginar para la práctica de las ideas económicas de Estados Unidos, Inglaterra y Alemania…
En la mesa de los cosmopolitas apenas si se conserva el asado argentino; ellos necesitan jamón de York, salame de Milán, vino de Burdeos y del Rhin, petit-fois de Francia, garbanzos de España, salchichas de Francfort, dulces y galletitas de Inglaterra, fruta de California, té de la China, arroz del Brasil, queso de Francia y de Italia, etc. No hay país en el mundo en el cual se consuman, con relación a sus habitantes, en tanta diversidad y en tanta abundancia, alimentos extranjeros como en Argentina; lo cual es una paradoja, en un país fértil con extensas zonas semitropicales y 8,5 millones. de habitantes”, escribió Alejandro Bunge en la década de 1920. Vicente Vázquez Presedo ilustra este último punto indicando que “a pesar de los millones de vacas existentes, se importaban manteca y queso de Francia, Italia, Bélgica e Inglaterra”.
Ha corrido mucha agua desde entonces. En la década de 1980 los consumidores estaban a merced de los productores locales, en la siguiente ocurrió lo contrario, en los últimos años el péndulo intenta volver a la posición anterior.
En la Argentina 2010 circunscribir el comercio internacional a lo que no podemos producir bajo ninguna circunstancia, nos privará del beneficio de producir y exportar soja y derivados, para lo cual tenemos obvias ventajas comparativas (a pesar de las “piedritas” que el Poder Ejecutivo pone en el camino), importando aquellos productos en los que carecemos de dichas ventajas comparativas. Con bajo riesgo, porque los chinos decidieron crecer y urbanizarse, todo lo cual aumenta la demanda internacional del producto. Pero esta opción tiene costos, como todo en la vida.
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