Por Carlos Mira | Para LA NACION
La Argentina está quedando fuera de una revolución mundial de efectos muy superiores a los que en su momento tuvo la Revolución Industrial, por las mismas razones que decenas de países y regiones del mundo quedaron fuera de los beneficios de aquellas nuevas maneras de trabajar y de organizar las instituciones económicas, políticas y sociales en el mundo del siglo XVIII.
En efecto, la revolución tecnológica que opera en el mundo avanzado hoy producirá, por décadas, consecuencias duraderas de las cuales el país está completamente desconectado y cada vez más alejado y encerrado en una concepción aldeana del mundo que lo condenará a vivir en los barrios periféricos de la humanidad del futuro.
Cuando aquellos paradigmas comenzaron a cambiar en la Inglaterra de los 1700, ese país llevaba ya doce años de haber experimentado otra revolución -la "Revolución Gloriosa"- que le había dado bases e instituciones sociales, políticas y económicas que no sólo produjeron la Revolución Industrial, sino que potenciaron sus efectos.
Básicamente, esos cimientos consistían en haber eliminado el absolutismo político, en haber producido un reconocimiento amplio de los derechos civiles de los individuos y en haber organizado un Poder Judicial independiente del poder político.
Dentro de las seguridades de los derechos civiles, el derecho de propiedad fue fundamental para garantizar los efectos benéficos de la Revolución Industrial, la cual, incluso, muy probablemente, no se habría producido sin esas bases institucionales. En otras palabras, el conjunto de invenciones y desarrollos tecnológicos que caracterizaron aquel fenómeno fueron posibles porque la ley garantizaba la inviolabilidad de la propiedad tanto material como intelectual.
Se tiene plena constancia de que varios países de la Europa continental rechazaron la idea de proteger aquellos derechos del mismo modo que lo hacía Inglaterra porque suponían (quizás con razón) que el reconocimiento de esa propiedad daría nacimiento a una nueva burguesía poderosa que pondría en peligro el poder de las clases dominantes, poder del que claramente no querían desprenderse. Países que conscientemente rechazaron el ferrocarril, la imprenta y docenas de avances por temor a que esas modernidades terminaran con su poder.
Como se ve, el reconocimiento amplio y sin cortapisas del derecho de propiedad, antes de ser oligárquico y generador de privilegiados, es un gran igualador social y la verdadera herramienta que pone bajo un cerco de límites precisos el poder de los poderosos.
Se trata, claramente, de la interpretación opuesta que los socialistas y los progres argentinos han querido venderle a la sociedad en defensa de su propio poder y de sus propios privilegios. El nacimiento de un núcleo social fuerte, propietario, independiente y autosuficiente haría que el poder del Estado y del gobierno (encarnado en la casta que se instala en sus sillones) disminuya sustancialmente en tanto esas personas no precisarían ni la dádiva, ni el favor, ni el plan, ni la limosna pública para vivir.
En la base del atraso de los países existe siempre, pues, la defensa de un interés de poder sectario que sabe que si las riendas de la vida dependieran de las decisiones privadas de las personas, su influencia y su peso en la sociedad disminuirían en la misma medida en que crecerían los de éstas. Por eso el esfuerzo de esas castas consistirá siempre en imponer un sistema institucional que concentre el poder en una mano, soliviante el derecho de propiedad hasta transformarlo en relativo o fútil y en transmitir la idea de que las personas sólo pueden aspirar a vivir si cuentan con la indispensable asistencia del grupo en el poder.
Para ello darán vuelta de pies a cabeza las realidades que el mundo tiene demostradas hasta el cansancio y convencerán a una mayoría electoralmente decisiva de que la propiedad es clasista y oligárquica y que su respeto produce desigualdades, dado que los que accedan a la propiedad tendrán una posición social de dominio sobre los que no la tienen.
Se trata, en primer lugar, de un verso. Y, de un verso ofensivo, toda vez que parte del supuesto de que las personas no están capacitadas para "producir" propiedad por sí mismas y que es el Estado el que debe acudir en su auxilio. Ese auxilio cuesta caro porque para suministrarlo la casta dominante se adueña del poder del Estado y para no perderlo impide que el poder social de personas independientes lo desafíe.
Sin derecho de propiedad asegurado no habrá inversión y sin inversión no habrá "destrucción creativa" (el proceso típico del capitalismo por el cual lo viejo cae para dar lugar a lo nuevo), que es lo que genera el avance social y el progreso económico. Destruidas esas bases, los países se empobrecen y, en esa miseria, le resultará mucho más fácil reinar a la casta privilegiada instalada en el Estado.
Se trata de una interpretación copernicanamente diferente a la que el Gobierno y, en general, el progresismo intentan transmitir en la Argentina y en otros países tan confundidos como el nuestro.
Metiendo miedo a la "destrucción creativa" del capitalismo y prometiendo una "revolución" inverosímil (porque sus políticas producen quedo y statu quo, y una revolución es lo contrario a eso) sumen a los países en un atraso formidable que los dirige a la escasez y a la antigüedad.
Ésta es la verdadera picardía y el verdadero crimen de esta década y, fundamentalmente, de estos últimos ocho años: haber puesto a la Argentina fuera de la circulación mundial de riqueza, básicamente por la vía de haber destruido la esencia del derecho de propiedad en el país.
Nadie sabe cuánto tiempo llevará revertir este proceso ni nadie sabe cuáles han sido sus verdaderas consecuencias medidas en desconexión del mundo, desaparición de los radares de las inversiones y ausencia en las decisiones del cambio tecnológico que se opera hoy en la humanidad.
Pero lo que no se puede negar -aunque cueste medirlo- es que el daño ha sido enorme. Materialmente, porque los flujos de riqueza no creados no se reponen, y espiritualmente, porque se logró transmitir con éxito un mensaje diametralmente opuesto al que generó el cambio que produjo la modernidad mundial hace más o menos 400 años. Con el verso de la revolución, la Argentina es hoy uno de los países más reaccionarios del universo, en el que la desigualdad es cada vez más evidente entre una casta privilegiada que accede a goces vedados para un enorme pobrerío que es "igual" sólo en su cada vez más extendida miseria..
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