En ese pocillo caben tres canastas alimentarias básicas. Es que
comencé la semana pagando 18 pesos un café, el triple de lo que gasta
una familia para comer a diario, según la creativa contabilidad del
Gobierno. En el café La Paz, nombrado en una canción romántica de Fito
Páez, se achicó el lugar para la bohemia, porque los metros cuadrados
que dan a Corrientes fueron invadidos por un kiosco de golosinas.
Son tiempos en que las verdades luchan por el espacio.
Es por eso que, durante una semana, decidí zambullirme en el universo del relato K y contemplarlo con la mirada atenta a sus maravillas... y sus imperfecciones.
Crucé la avenida y llegué a la panchería “Nac & Pop” , decorada con una caricatura del papa Francisco y un menú que ofrece el pancho “Coca Sarli, ¡100 por ciento carne y piel!” . Sale $13, más del doble que esos benditos $6 que se estiran en los hogares argentinos para no dejar vacío el plato.
Corrí de atrás al interno 17 de la línea 64, porque en el espaldar tenía la foto de Cristina Kirchner e Insaurralde, sin el Papa esta vez. Cuando saqué la tarjeta SUBE, recordé que tardé tres días en conseguirla al precio oficial, $15, porque en el Correo Argentino de Avenida de Mayo al 700 no quedaban y en el kiosco de enfrente la cobran 30, con lo que perdía unos 10 viajes.
Cuatro carteles, en letras de molde, avisaban: “Los pasajes de este micro son parcialmente subsidiados por el Estado nacional”. No hay cómo esquivar la propaganda oficial.
Bajé en la parada del Cabildo, para almorzar en su patio y porque queda enfrente del comedor blindado a la inflación que funciona en la Casa Rosada y puso su menú para empleados a 3 pesos.
Me pedí lo que ahí hay que pedir, el bife “Revolución”. Son tiempos en que los nombres de las cosas refieren a epopeyas, giros copernicanos, década ganada. Hasta uno de los conductores de 678 preguntó hace unos días “¿Estamos luchando contra el sistema capitalista, no?”, mientras los funcionarios trataban de decir que no, que en realidad, son “pagadores seriales” de los compromisos de la deuda externa.
Me gustó la presentación del bife en la carta que me acercó un mozo de negro con vivos celestes y blancos en su delantal. Venía con una “typical argentinian sauce”, pintoresca traducción de “chimichurri”, y con verduras al vapor. ¿Cuánto puede costar un plato argentino, a dos cuadras de la Secretaría de Comercio, en un restaurante que ocupa nada menos que el sitio de la Revolución de Mayo, gracias a una concesión avalada por la Secretaría de Cultura de la Nación? El bife “Revolución” sale $125.
Para cerrar el tema precios de esta experiencia, fui por un cortado al bar que está justo enfrente del INDEC, la fábrica de mentiras, según los opositores, el organismo más serio y profesional de estadísticas del país, según el Ministerio de Economía. No hubo milagro: pagué $14 y pensé que, si los funcionarios tan sólo cruzaran la calle, verían otra realidad a la que se dibuja.
En Avellaneda, intenté vestirme con prendas del plan Ropa para Todos, pero me fue imposible.
La marca NyP (Nacional y Popular) es difícil de encontrar y, cuando le asignan un perchero, con suerte cuelgan dos camisas y cinco pantalones.
En la tienda Coppel de Sarandí no quedaban zapatos del plan. Apenas había tres vaqueros verdes, que no eran de mi talle, una solitaria camisa a cuadros naranjas y rosas, y dos remeras azules, más para personas delgadas que para todos. El 20 de agosto se anunció que se vendieron 500 mil prendas en tres meses y que pronto se ofrecerán en más comercios. En el mostrador de Atención al Cliente del Wal Mart que está cerca de la cancha de Arsenal, una chica simpática señaló: “La ropa del Gobierno todavía no nos llegó”.
En el Alto Avellaneda, el panorama fue similar: un puñado de prendas con talles discontinuados .
En el viaje, pasé por debajo del Viaducto de Sarandí en el momento en que el tren Roca, el que tomaba la Presidenta cuando vivía en La Plata, iba desbordado de trabajadores colgados de los estribos.
La Revolución Ferroviaria no existe. Ni aquel apuro presidencial por descubrir a los culpables de las muertes en el Once en 15 días. Ya pasó más de un año y medio y la causa recién se arrima al juicio oral.
Sigo las vías del Sarmiento, uno de los trenes emblemáticos para las personas de trabajo, hasta el paso a nivel de la calle Rojas, en Caballito. Un cartel amarillo y descascarado alerta: “Deténgase y mire hacia ambos lados antes de cruzar. No ingrese en la zona de las vías si hay un tren aproximándose”.
¿No era que iba a haber un soterramiento para evitar estos peligros? ¿Por qué el proyecto se anunció ya cinco veces y todavía no se concretó? ¿Cambiará algo la estatización anunciada el jueves?
Me quedo una hora sobre el puente peatonal y observo una escena que se repite cada 10 minutos: aun con las barreras bajas, la gente avanza sobre las vías, desoye el silbato del banderillero, asoma bicicletas, motos y carritos de bebé. Cuando el tren arranca, los más ansiosos quedan con su nariz a centímetros de la formación. Se juntan hasta 80 personas entre la barrera baja y el tren. Lo puede comprobar cualquier funcionario que quiera apurar los trabajos anunciados por carteles celestes que dicen “Plan de obras para todos los argentinos”.
Ya anduve hace unos años en el tren caracol que sale de Retiro, pasa por Rosario y llega a Córdoba en 18 horas. Se sabe que nunca se hizo allí el tren bala anunciado por Néstor Kirchner, pero revisando informes oficiales recordé que hace seis años se prometió también un tren de alta velocidad entre Buenos Aires y Mendoza, y otro más entre Constitución y Mar del Plata.
Lejos del mar, fui a pescar al Riachuelo. Me prestó la caja con anzuelos y plomadas un amigo de TN, canal de cable que el kirchnerismo bautizó “Todo Negativo” , hasta que, tras la derrota en las primarias, necesitó de su rating y reanudó el envío de sus funcionarios a esa pantalla.
Hubo revuelo en la campaña porque un candidato oficialista exageró al elogiar las tareas de limpieza de este lugar -uno de los 30 más contaminados del mundo- y deslizó que hasta habría peces.
Una horita esperé a esos bichos bajo la resolana, mientras los olores del agua negra me hacían estornudar.
Esparcí trocitos de salamín cerca de la orilla, pero los globitos que anuncian vida no aparecían. Vi sumergirse a la boya verde y pensé que era un pique, pero mi línea se había enganchado. Tampoco se asomaron las bogas, que suelen arriesgarse a las aguas más plomizas. Sólo apareció basura: un guante de látex, un jarrito azul, botellas de plástico ennegrecidas como el carbón. Barcos se han sacado y pobladores de los márgenes han sido atendidos con síntomas varios, pero hay otra promesa del Gobierno que no es tan recordada, la que estimó que el 9 de julio de 2016 el Riachuelo estará saneado. No falta tanto.
Me quise relajar antes de seguir transitando por la historia oficial. Pasé por la calle Alsina, frente a la Biblioteca del Congreso, y un cartel postelectoral en el local de la agrupación kirchnerista Kolina me pareció curioso: “Se suspenden las clases de yoga y gimnasia hasta nuevo aviso”. A la semana, apareció otro: “Persiana rota”. Es el deterioro.
Un buen lugar para el esparcimiento es Tecnópolis, aunque no logro que los funcionarios me digan cuánto gastó el Gobierno, en total, en montar esta feria de ciencia, tecnología y relato, ya que es uno de los principales escenarios de los anuncios K.
El stand del Ministerio de Desarrollo Social es una réplica del edificio con el rostro de Evita que está en la 9 de Julio, igual que la maqueta que usa Cristina como escenografía de sus alocuciones. En el simulador de extracción de petróleo de YPF regalan el casco blanco de la empresa y hablan de la soberanía energética, aunque ni una palabra dicen del acuerdo con la corporación norteamericana Chevron.
Uno de los sitios más populares es el Boeing celeste de Aerolíneas Argentinas, estacionado sin hangares pinochetistas a la vista, sin la competencia de LAN y en paralelo a la General Paz.
Para muchos de los chicos que van allí, con su escuela o con sus padres, es la primera vez, y quizá la única en sus vidas, en que suben a un avión. El comisario de abordo anuncia que les van a sacar una foto si gritan fuerte: “¡Argentina!” y la “Experiencia Aerolíneas” comienza, bien lejos de los asientos contables de la empresa, que pierde US$ 1,8 millón diarios y recibe subsidios millonarios para poder funcionar.
En el vuelo virtual, las ventanillas se hacen pantallas y muestran la cancha de River, edificios porteños y Buenos Aires desde el cielo. Los pequeños quedan fascinados y, en ese sentido, Tecnópolis está bueno.
En el viaje que me tocó, a las regiones del Camino Real al Alto Perú, éramos 60 personas, dos de las cuales lucían remeras blancas con el slogan de campaña del oficialismo: “En la vida hay que elegir”.
Durante la simulación, “a una altura crucero de 10 mil metros y a una velocidad de 850 kilómetros por hora” la realidad quedó en otra parte. Nadie mencionó, por ejemplo, las demoras en los vuelos de Aerolíneas del viernes pasado.
En el stand del Banco Central de la República Argentina, los visitantes pueden imprimir un billete con su rostro y llevárselo de recuerdo. Hay también un Paseo de los Hologramas, donde se explica cuáles son las medidas de seguridad que se utilizan en los billetes. Obviamente, en el decorado aparece el billete de Evita, cuya creación fue anticipada en estas páginas.
Me pregunté cómo andaba la credibilidad del billete, ya que apenas comenzó a circular había reticencias de los comerciantes a aceptarlo. Como no quise pagar el “impuesto por hablar al cuete” que reclamó la Presidenta ante las notas que daban cuenta de esa desconfianza inicial, llamé al Banco Central y salí a comprar con el billete, a mi pesar, porque su diseño me gusta y me parece realmente de colección.
Comprobé una vez más que la verdad no está en los extremos. “Sí, es cierto, cada tanto recibimos denuncias y reclamos de consumidores que quisieron usar el billete y fueron rechazados. Entiendo que multas no aplicamos todavía, pero sí notificaciones a los negocios que repetían esa conducta. Hay gente a la que todavía le parece raro el billete, provoca en muchos casos una sensación de asombro”, explicó con amabilidad el empleado que atendió la línea gratuita de quejas 0800 999 6663.
En los kioscos, los vendedores se van acostumbrando a recibir estos billetes, que son el 2% de los de $100 que circulan. Lo miran a trasluz, lo recorren con las yemas de los dedos y deciden, pero no hay un rechazo de entrada.
Me pregunté a qué prócer o personaje de la historia nacional pondrán cuando la inflación se sincere, la devaluación se detenga y se impriman billetes de 200 y 500 pesos.
Será esa otra batalla “épica” del relato.
Son tiempos en que las verdades luchan por el espacio.
Es por eso que, durante una semana, decidí zambullirme en el universo del relato K y contemplarlo con la mirada atenta a sus maravillas... y sus imperfecciones.
Crucé la avenida y llegué a la panchería “Nac & Pop” , decorada con una caricatura del papa Francisco y un menú que ofrece el pancho “Coca Sarli, ¡100 por ciento carne y piel!” . Sale $13, más del doble que esos benditos $6 que se estiran en los hogares argentinos para no dejar vacío el plato.
Corrí de atrás al interno 17 de la línea 64, porque en el espaldar tenía la foto de Cristina Kirchner e Insaurralde, sin el Papa esta vez. Cuando saqué la tarjeta SUBE, recordé que tardé tres días en conseguirla al precio oficial, $15, porque en el Correo Argentino de Avenida de Mayo al 700 no quedaban y en el kiosco de enfrente la cobran 30, con lo que perdía unos 10 viajes.
Cuatro carteles, en letras de molde, avisaban: “Los pasajes de este micro son parcialmente subsidiados por el Estado nacional”. No hay cómo esquivar la propaganda oficial.
Bajé en la parada del Cabildo, para almorzar en su patio y porque queda enfrente del comedor blindado a la inflación que funciona en la Casa Rosada y puso su menú para empleados a 3 pesos.
Me pedí lo que ahí hay que pedir, el bife “Revolución”. Son tiempos en que los nombres de las cosas refieren a epopeyas, giros copernicanos, década ganada. Hasta uno de los conductores de 678 preguntó hace unos días “¿Estamos luchando contra el sistema capitalista, no?”, mientras los funcionarios trataban de decir que no, que en realidad, son “pagadores seriales” de los compromisos de la deuda externa.
Me gustó la presentación del bife en la carta que me acercó un mozo de negro con vivos celestes y blancos en su delantal. Venía con una “typical argentinian sauce”, pintoresca traducción de “chimichurri”, y con verduras al vapor. ¿Cuánto puede costar un plato argentino, a dos cuadras de la Secretaría de Comercio, en un restaurante que ocupa nada menos que el sitio de la Revolución de Mayo, gracias a una concesión avalada por la Secretaría de Cultura de la Nación? El bife “Revolución” sale $125.
Para cerrar el tema precios de esta experiencia, fui por un cortado al bar que está justo enfrente del INDEC, la fábrica de mentiras, según los opositores, el organismo más serio y profesional de estadísticas del país, según el Ministerio de Economía. No hubo milagro: pagué $14 y pensé que, si los funcionarios tan sólo cruzaran la calle, verían otra realidad a la que se dibuja.
En Avellaneda, intenté vestirme con prendas del plan Ropa para Todos, pero me fue imposible.
La marca NyP (Nacional y Popular) es difícil de encontrar y, cuando le asignan un perchero, con suerte cuelgan dos camisas y cinco pantalones.
En la tienda Coppel de Sarandí no quedaban zapatos del plan. Apenas había tres vaqueros verdes, que no eran de mi talle, una solitaria camisa a cuadros naranjas y rosas, y dos remeras azules, más para personas delgadas que para todos. El 20 de agosto se anunció que se vendieron 500 mil prendas en tres meses y que pronto se ofrecerán en más comercios. En el mostrador de Atención al Cliente del Wal Mart que está cerca de la cancha de Arsenal, una chica simpática señaló: “La ropa del Gobierno todavía no nos llegó”.
En el Alto Avellaneda, el panorama fue similar: un puñado de prendas con talles discontinuados .
En el viaje, pasé por debajo del Viaducto de Sarandí en el momento en que el tren Roca, el que tomaba la Presidenta cuando vivía en La Plata, iba desbordado de trabajadores colgados de los estribos.
La Revolución Ferroviaria no existe. Ni aquel apuro presidencial por descubrir a los culpables de las muertes en el Once en 15 días. Ya pasó más de un año y medio y la causa recién se arrima al juicio oral.
Sigo las vías del Sarmiento, uno de los trenes emblemáticos para las personas de trabajo, hasta el paso a nivel de la calle Rojas, en Caballito. Un cartel amarillo y descascarado alerta: “Deténgase y mire hacia ambos lados antes de cruzar. No ingrese en la zona de las vías si hay un tren aproximándose”.
¿No era que iba a haber un soterramiento para evitar estos peligros? ¿Por qué el proyecto se anunció ya cinco veces y todavía no se concretó? ¿Cambiará algo la estatización anunciada el jueves?
Me quedo una hora sobre el puente peatonal y observo una escena que se repite cada 10 minutos: aun con las barreras bajas, la gente avanza sobre las vías, desoye el silbato del banderillero, asoma bicicletas, motos y carritos de bebé. Cuando el tren arranca, los más ansiosos quedan con su nariz a centímetros de la formación. Se juntan hasta 80 personas entre la barrera baja y el tren. Lo puede comprobar cualquier funcionario que quiera apurar los trabajos anunciados por carteles celestes que dicen “Plan de obras para todos los argentinos”.
Ya anduve hace unos años en el tren caracol que sale de Retiro, pasa por Rosario y llega a Córdoba en 18 horas. Se sabe que nunca se hizo allí el tren bala anunciado por Néstor Kirchner, pero revisando informes oficiales recordé que hace seis años se prometió también un tren de alta velocidad entre Buenos Aires y Mendoza, y otro más entre Constitución y Mar del Plata.
Lejos del mar, fui a pescar al Riachuelo. Me prestó la caja con anzuelos y plomadas un amigo de TN, canal de cable que el kirchnerismo bautizó “Todo Negativo” , hasta que, tras la derrota en las primarias, necesitó de su rating y reanudó el envío de sus funcionarios a esa pantalla.
Hubo revuelo en la campaña porque un candidato oficialista exageró al elogiar las tareas de limpieza de este lugar -uno de los 30 más contaminados del mundo- y deslizó que hasta habría peces.
Una horita esperé a esos bichos bajo la resolana, mientras los olores del agua negra me hacían estornudar.
Esparcí trocitos de salamín cerca de la orilla, pero los globitos que anuncian vida no aparecían. Vi sumergirse a la boya verde y pensé que era un pique, pero mi línea se había enganchado. Tampoco se asomaron las bogas, que suelen arriesgarse a las aguas más plomizas. Sólo apareció basura: un guante de látex, un jarrito azul, botellas de plástico ennegrecidas como el carbón. Barcos se han sacado y pobladores de los márgenes han sido atendidos con síntomas varios, pero hay otra promesa del Gobierno que no es tan recordada, la que estimó que el 9 de julio de 2016 el Riachuelo estará saneado. No falta tanto.
Me quise relajar antes de seguir transitando por la historia oficial. Pasé por la calle Alsina, frente a la Biblioteca del Congreso, y un cartel postelectoral en el local de la agrupación kirchnerista Kolina me pareció curioso: “Se suspenden las clases de yoga y gimnasia hasta nuevo aviso”. A la semana, apareció otro: “Persiana rota”. Es el deterioro.
Un buen lugar para el esparcimiento es Tecnópolis, aunque no logro que los funcionarios me digan cuánto gastó el Gobierno, en total, en montar esta feria de ciencia, tecnología y relato, ya que es uno de los principales escenarios de los anuncios K.
El stand del Ministerio de Desarrollo Social es una réplica del edificio con el rostro de Evita que está en la 9 de Julio, igual que la maqueta que usa Cristina como escenografía de sus alocuciones. En el simulador de extracción de petróleo de YPF regalan el casco blanco de la empresa y hablan de la soberanía energética, aunque ni una palabra dicen del acuerdo con la corporación norteamericana Chevron.
Uno de los sitios más populares es el Boeing celeste de Aerolíneas Argentinas, estacionado sin hangares pinochetistas a la vista, sin la competencia de LAN y en paralelo a la General Paz.
Para muchos de los chicos que van allí, con su escuela o con sus padres, es la primera vez, y quizá la única en sus vidas, en que suben a un avión. El comisario de abordo anuncia que les van a sacar una foto si gritan fuerte: “¡Argentina!” y la “Experiencia Aerolíneas” comienza, bien lejos de los asientos contables de la empresa, que pierde US$ 1,8 millón diarios y recibe subsidios millonarios para poder funcionar.
En el vuelo virtual, las ventanillas se hacen pantallas y muestran la cancha de River, edificios porteños y Buenos Aires desde el cielo. Los pequeños quedan fascinados y, en ese sentido, Tecnópolis está bueno.
En el viaje que me tocó, a las regiones del Camino Real al Alto Perú, éramos 60 personas, dos de las cuales lucían remeras blancas con el slogan de campaña del oficialismo: “En la vida hay que elegir”.
Durante la simulación, “a una altura crucero de 10 mil metros y a una velocidad de 850 kilómetros por hora” la realidad quedó en otra parte. Nadie mencionó, por ejemplo, las demoras en los vuelos de Aerolíneas del viernes pasado.
En el stand del Banco Central de la República Argentina, los visitantes pueden imprimir un billete con su rostro y llevárselo de recuerdo. Hay también un Paseo de los Hologramas, donde se explica cuáles son las medidas de seguridad que se utilizan en los billetes. Obviamente, en el decorado aparece el billete de Evita, cuya creación fue anticipada en estas páginas.
Me pregunté cómo andaba la credibilidad del billete, ya que apenas comenzó a circular había reticencias de los comerciantes a aceptarlo. Como no quise pagar el “impuesto por hablar al cuete” que reclamó la Presidenta ante las notas que daban cuenta de esa desconfianza inicial, llamé al Banco Central y salí a comprar con el billete, a mi pesar, porque su diseño me gusta y me parece realmente de colección.
Comprobé una vez más que la verdad no está en los extremos. “Sí, es cierto, cada tanto recibimos denuncias y reclamos de consumidores que quisieron usar el billete y fueron rechazados. Entiendo que multas no aplicamos todavía, pero sí notificaciones a los negocios que repetían esa conducta. Hay gente a la que todavía le parece raro el billete, provoca en muchos casos una sensación de asombro”, explicó con amabilidad el empleado que atendió la línea gratuita de quejas 0800 999 6663.
En los kioscos, los vendedores se van acostumbrando a recibir estos billetes, que son el 2% de los de $100 que circulan. Lo miran a trasluz, lo recorren con las yemas de los dedos y deciden, pero no hay un rechazo de entrada.
Me pregunté a qué prócer o personaje de la historia nacional pondrán cuando la inflación se sincere, la devaluación se detenga y se impriman billetes de 200 y 500 pesos.
Será esa otra batalla “épica” del relato.
bueno, no es por defender al gobierno, pero el kilo de arroz esta 14 pesos, y te da para 10 platos, a eso le sumas patas de pollo.... te diria que se puede comer un buen plato por menos de 6 pesos, nadie dijo que comas fuera por 6 pesos... a veces, con tal de quejarnos buscamos la excusa mas tonta
ResponderEliminarAlfredoMelo, deja de ser tan pajarón, por $ 6 no come nadie ni afuera ni adentro de casa, a los sumo por $ 6 sobrevivís para no caerte muerto.
EliminarA veces es verdad la frase "el sentido común es el menos común de los sentidos"...
Juan