lunes, 13 de mayo de 2013

La avaricia es la forma extrema de la corrupción




La palabra bóveda siempre tuvo un carácter sacro, casi religioso. En las bóvedas, al fin y al cabo, enterrábamos a nuestros muertos antes de que cundiera la moda reciente de acogerlos, simplemente, bajo la tierra. Por eso palabras como "cripta" e incluso "tumba" se acercan a la significación tradicional de "bóveda" en cuanto nos conectan con todo aquello que tenemos por sagrado, por digno de respeto. No por nada hasta los vestigios más antiguos de la prehistoria se vinculan con la forma en que nuestros antepasados enterraban a sus muertos.

Por eso ha tenido tanto impacto el rumor según el cual el ex presidente Kirchner se inclinaba por atesorar su fortuna en bóvedas que culminaban en su propia tumba, lejos de la curiosidad, malsana o no, de los demás. En mayor o menor grado, el dinero nos atrae. Es lógico, por cierto, que nos atraiga como un medio para asegurar fines lícitos cuales serían, por ejemplo, alimentar a nuestra familia o proveer a las necesidades de nuestros negocios y empresas. Pero en algún punto el atesoramiento, hasta aquí aceptable, se convirtió en un exceso que dio lugar a los famosos versos de Quevedo: "Madre, ante el oro yo me humillo, él es mi amante y mi amado, pues de puro enamorado, de continuo anda amarillo".

El amor desordenado al dinero está estrechamente ligado a otro vicio afín, el de la corrupción , que aqueja al administrador infiel cuando éste, en vez de manejar con recta intención los recursos ajenos que le han sido confiados, los desvía en su propio beneficio. Cuando un administrador infiel actúa de este modo, falta a la confianza que en él había depositado su mandante. Cuando la corrupción llega a este nivel, la llamamos habitualmente "abuso de confianza" y afecta en principio sólo a dos personas, la que confió y la que abusó, pero también tiene un efecto contagio , en cuanto tienta a los que están mirando a imitar al transgresor.
El "efecto contagio" es peligroso. Quienes se ven atraídos por él, padecen según la doctrina el síndrome del pasajero gratis , de aquél que espera lograr algo sin dar nada, o poco, a cambio.

Tendencia peligrosa

¿Quién no se ha sentido tentado alguna vez por una expectativa como ésta? Por lo pronto, todos tendemos a sobrevalorar lo que ofrecemos, y esta tendencia, después de todo, es simplemente humana. Sólo las almas nobles podrían acercarse al ideal de que nos mirásemos en nuestro interior como lo haría un espectador imparcial, un ideal que concibió Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales , en la segunda mitad del siglo XVIII.

Sería demasiado pretencioso sostener, en este sentido, que siempre o casi siempre estamos a la altura de nuestros ideales morales. Si la Biblia hace notar que hasta el justo cae siete veces al día, ¿quién tendría la arrogancia de afirmar que no se halla lejos de la perfección? Lo que se puede suponer, en cambio, es que los defectos morales que acechan a los seres humanos son habitualmente cuantiosos y, si no irresistibles, al menos poderosos. Pero también habría que suponer que la lucha por superarlos no ha sido en vano.

Más realista aún sería suponer que, desde la cima de ideales quizás inalcanzables, acechan escalonadas otras simas de degradación, lamentablemente a nuestro alcance. Cuando el administrador infiel burla la confianza que en él había depositado su mandante, todavía le quedan otras instancias aún más bajas adonde descender.

Acabamos de describir la actitud del administrador infiel como un acto singular de corrupción a costa de su mandante. ¿Qué pasa, en cambio, cuando otros actos similares se multiplican en razón del "efecto contagio"? ¿Y qué pasaría, además, si estos otros actos similares llegaran a hacerse "habituales" y por lo tanto "previsibles"? Que ya no estaríamos sólo frente a una sucesión más o menos numerosa de "actos" de corrupción sino frente a algo enteramente distinto. Es la diferencia entre "actos" de corrupción más o menos frecuentes y hasta cierto punto inevitables, porque así es la condición humana, y lo que podríamos denominar un estado de corrupción , cuando los actos de corrupción que padece una sociedad se han vuelto tan habituales que ya no nos sorprenden. Esta es la distancia que media entre algunas hormigas, aunque sean muchas, y un verdadero hormiguero invadiendo el parque.

Un mal más grave

Si un país pasa de la proliferación de los "actos de corrupción" a un verdadero "estado de corrupción", que aparece por doquier, su mal obviamente es más grave. El síntoma típico de este agravamiento queda a la vista cuando sus manifestaciones ya no sorprenden a nadie. Muchos argentinos lamentan nuestro estado de corrupción. Son pocos los que todavía se asombran frente a él. Temen, con razón, que los tomen por ingenuos.

Las recientes revelaciones por el "caso Báez" y otros conexos que nos han golpeado en estos últimos días han venido a confirmar que el grado de corrupción que padecen los argentinos es mucho más grave de lo que aún los más escépticos suponían. Ligada estrechamente al caso Báez, la conducta que ahora se imputa al ex presidente Kirchner excede todo lo que habíamos sospechado hasta ahora. Los testimonios que se han vertido en los últimos días, ¿podrían eximir de su responsabilidad a la propia Presidenta?

En estos momentos en que ella "va por todo" y en que este "todo" abarca a los jueces, porque el Congreso y el Poder Ejecutivo ya le están sometidos, ¿qué deberíamos preferir los argentinos?

Cabrían aquí dos juicios opuestos porque, o la justicia argentina ha sido demasiado lenta y esto hasta el colmo de ignorar la corrupción kirchnerista por diez años, pero si esto fuera simplemente así, ¿por qué se empeñan los representantes del ultrakirchnerismo en el Congreso en bombardear sin piedad a la Corte Suprema? En definitiva, ¿con quiénes piensan que está ella?

Si la Suprema Corte estuviera, en definitiva, con el kirchnerismo, la causa de la república democrática a la que adherimos estaría seriamente comprometida. La Corte actuó hasta ahora con extrema prudencia. La diputada Carrió se impacientó y en esto quizá tuvo razón cuando se siente "jugada" por la república. Lo que no debe hacer Lilita, empero, es precipitarse.

El hecho es que, en esta hora suprema, sólo cabe volver a la frase de Cicerón en horas igualmente dramáticas para la República Romana: "La salvación de la República es la suprema ley". Tanto en Roma hace dos milenios como en la Argentina de hoy. Tanto con Lorenzetti como con Carrió y con todos los que, desde el lugar en que estemos, pensamos como ellos. Un error imperdonable sería incurrir en alarmismo y precipitación. Otro, no menos grave, sería adormecerse en la indiferencia. Si dejamos que la suerte de la República caiga en otras manos, ¿a quiénes esas "otras manos" responderán? ¿A los que aún creen en ella o a los que por otras vías como la corrupción de los Báez y los Kirchner, aunque no lo reconozcan ni siquiera, quizás, lo sepan, han formado la peligrosa secta de los que hoy atentan contra ella?

He aquí el interrogante que ningún ciudadano de bien podría dejar sin respuesta en esta hora crucial..

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