Editorial I del diario La Nación
El perverso proceso inflacionario es un drama económico y también moral; construir poder político a costa de los débiles y los pobres es obsceno
Las imágenes de San Martín, Belgrano, Sarmiento, Mitre, Rosas y Roca, cuyos rostros fueron motivo de acuñaciones e impresiones, se desvanecen ajadas entre los dedos. El gesto adusto de Carlos Pellegrini ya desapareció por completo, como el valor de un peso. Una metáfora del país que olvida su historia y la reemplaza por un relato de cartón pintado, difundido por cadena nacional.
Las monedas, que hasta ayer sonaban en el bolsillo para dar cuenta de su presencia, fueron destronadas por el hábito impresor de un gobierno que prefiere empapelar la Nación antes que cuidar el centavo.
Costó mucho construir la República Argentina luego de años de anarquía y guerras civiles. El esfuerzo lo hizo la generación del 80 con la unificación territorial, el despliegue de infraestructura y la verdadera inclusión a través del trabajo genuino. Y la patria tuvo su moneda: el peso moneda nacional creado en 1881, símbolo de verdadera soberanía y respeto internacional.
Entre 1900 y 1944, los precios aumentaron el 1,7 por ciento anual promedio y la economía tuvo una enorme expansión, que llevó a nuestro país a ser uno de los diez más ricos del mundo. Los inmigrantes buscaron oportunidades con estabilidad monetaria, no subsidios licuados con emisión.
¿Se ha dicho ya todo acerca de la inflación? Quienes imprimen a mansalva sostienen que la inflación reactiva promueve el consumo y fomenta el empleo, pero la larguísima experiencia prueba lo contrario: que es recesiva, disminuye el consumo y conduce al desempleo.
Para ocultarla, se eliminó primero su medición, distorsionando las estadísticas. Luego se cuidaron los precios para simular baratura. Se limitó la exportación de carnes, de leche y de trigo, destruyendo la producción de los tres productos.
Para refrenarla, el ahorro bancario de los argentinos es succionado con Lebacs, creando una deuda pública descomunal, retaceando la financiación productiva y garantizando un negocio al sector financiero.
La inflación ha hecho del dólar la moneda nacional. En lugar de crear confianza para que las divisas ingresen, se inventó un cepo para que no entren. Con un nacionalismo fingido, los expertos en mover valijas con dólares y medir su contenido pesándolas critican la opción por los dólares, simulando ignorar que ellos mismos han desbastado el peso nacional.
Saben bien que el cepo paraliza la economía, promueve la fuga de capitales y alienta la sobrefacturación de importaciones y la subfacturación de exportaciones para dejar fondos en el exterior. Eso es resultado de la inflación y de su hijo dilecto, el cepo cambiario. Pero con falsa candidez y real malicia prefieren sacrificar al país en el altar del atraso cambiario, como lo hicieron los militares y el menemismo.
Los particulares no pueden usar el dólar en sus contratos ni alinearlos conforme con la evolución de los precios. Las empresas no pueden ajustar el valor de sus activos, pagando impuesto a las ganancias sobre el capital.
El Gobierno castiga, prohíbe o reprime cada manifestación del fenómeno provocado por su mala praxis económica. Se persigue a los cambistas y financieras como si fueran traficantes de drogas y se permite que la Argentina sea un paraíso para quienes producen y comercian las verdaderas drogas del narcotráfico.
La inflación malversa, distorsiona, enfrenta y fractura. Es causa de violencia social, de tensión, de alteración de valores.
Todos los parámetros se derriten ante el flagelo inflacionario. Los mínimos exentos, las tarifas autorizadas, los precios acordados, los acuerdos alcanzados, los pisos fijados y los techos pactados.
La sociedad se crispa por la inflación. Los sueldos no alcanzan; las jubilaciones y las pensiones, menos. Los aumentos son falsos, aunque se anuncien con altavoces, comparándolos engañosamente con España. Y surgen paros y piquetes.
Los propietarios discuten con los inquilinos; los acreedores, con los deudores; los obreros, con los patrones; los industriales, con los comerciantes; los mayoristas, con los minoristas; los tamberos, con las usinas, y los aceiteros, con las aceiteras. Y cuando una disputa se zanja, a los tres meses se reabre. El Ministerio de Trabajo intenta conciliar, pero no da abasto. Los tribunales, tampoco.
En la familia, la inflación enfrenta a la esposa con el marido pues aquélla se queja y éste no puede dormir, angustiado. También, a la divorciada con su ex esposo, ya que el depósito mensual no es suficiente para alimentar y vestir a los chicos. Y tan pronto la cuota se ajusta, se desajusta.
Con inflación no hay recurso judicial oportuno, siempre es tardío, sobre todo para los jubilados. La inflación es machista, deja a la madre divorciada a merced de la buena voluntad del varón.
La inflación maleduca a los niños, fomenta la picardía y la mentalidad pedigüeña. Los prepara para sobrevivir de la peor forma, con las peores artes. Sólo pedir y gastar. Hace desaparecer el ahorro, cierra comedores sociales, provoca deserción y expande la pobreza y la droga. Los maestros reclaman, se demora el inicio de clases y la temática educativa gira alrededor de los sueldos, los ajustes, los adicionales y los retroactivos.
No hay crédito para la vivienda si hay inflación. Los jóvenes tienen miedo de alquilar pues nadie les garantiza sus propios ingresos frente a las cláusulas de ajuste "a ciegas" que prevén los contratos. Prefieren quedarse con sus padres. La inflación les corta las alas y genera desesperanza.
Cada vez hay más pobres porque los alimentos suben más rápido que los sueldos y los planes sociales. Sube también el consumo de harinas, pues las pastas son más económicas que las proteínas y los argentinos no son vegetarianos. La inflación causa obesidad y desnutrición.
En lugar de ser una herramienta de equidad, ahonda la desigualdad entre propietarios y proletarios. El capital está protegido, el salario se erosiona. El especulador se lleva lo que el asalariado pierde.
Con inflación, nadie quiere dinero, sino cosas. Se demoran los pagos y se aceleran los cobros, se alienta el acaparamiento y sobreviene la escasez. La inflación empobrece al productor y enriquece al intermediario, genera controles, empodera a los inspectores e invita a la corrupción para evitar multas o clausuras, obtener aumentos o ingresar contenedores.
Cada vez son más quienes arbitran con las distorsiones a costa de quienes menos tienen. Hasta empleados muy formales hacen cola en el banco cada mes para comprar "dólar ahorro" para atesorarlo o venderlo en el mercado negro.
La inflación detiene las fábricas, paraliza las obras, frena las inversiones. Desaparecen los insumos, se notifican suspensiones, se paralizan las entregas. También produce enfermedad, enfrenta a las empresas de medicina prepaga con los prestadores de salud; a los prestadores, con médicos y enfermeras; a los afiliados, con todos ellos. Hace desaparecer medicamentos, interrumpe tratamientos, posterga intervenciones e impide las curas.
También angustia a los adultos mayores pues la jubilación no les alcanza, los cambios de precios los confunden y sus ahorros se esfuman. La inflación los marea, los desubica y también los mata. No se trata de un problema económico, sino moral. Construir poder político para dominar el presente y protegerse en el futuro a costa de los más débiles, los más pobres y los más viejos no tiene justificativo ético alguno. Desdeñar estas consecuencias, como si no ocurriesen, constituye una conducta obscena..
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