El
falseamiento de datos por parte del Indec resultó una política
criminal, pues condenó a la invisibilidad a la mayoría de los pobres
Es
probable que los argentinos seamos, a estas alturas, plenamente
conscientes de nuestra carencia de estadísticas verosímiles y
confiables. Lo han comprobado durante los últimos años las amas de casa
que frecuentan supermercados, los trabajadores asalariados a los que
cada vez les cuesta más llegar a fin de mes, pese a que sus sueldos
crecen nominalmente, los jubilados a quienes ya no les alcanza para sus
remedios, y también inversores grandes y pequeños que alguna vez
confiaron en los títulos de deuda de nuestro país. Todos ellos han
descubierto, a la fuerza, que las mediciones de la inflación, de la
pobreza e indigencia y de otros datos de la economía efectuadas por el
Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) no tenían
correspondencia con la realidad, que es la única verdad.
Por caso, el Banco Mundial excluyó a la Argentina de su informe global sobre el PBI, en el que da cuenta del nivel de crecimiento anual de cada país, medido en función de la paridad de poder adquisitivo (PPA). Esta variable contempla los precios internos de cada nación, empleando a tal fin los índices de precios al consumidor de cada una. El resultado arroja un valor en dólares sobre la capacidad de compra para todos los países.
Al quedar excluida de esa estadística del Banco Mundial, la Argentina ha pasado a integrar un grupo de países que carecen de datos confiables, en el que se encuentran Siria, Libia, Corea del Norte y Somalia. Los responsables de lo ocurrido son, entre otros, el ex secretario de Comercio Guillermo Moreno; Ana María Edwin, directora del Indec, y Norberto Itzcovich, su director técnico.
Los ejemplos que dan cuenta del falseamiento de las estadísticas oficiales desde la intervención del Indec en 2007 son numerosos. Puede recordarse, al respecto la medición del costo de vida, a través del índice de precios al consumidor (IPC) de los últimos tres años: el año último, según el Indec, fue del 10,9%, mientras que el promedio de los datos de consultoras privadas recabados por el Congreso arrojó el 28,3%; en 2012, esa diferencia fue del 10,8% contra el 25,6%, y en 2011, fue del 9,5% contra el 22,8%.
Como la alevosa alteración del IPC por parte del Indec modificaba significativamente hacia abajo el valor de la canasta básica, la cantidad de habitantes que, de acuerdo con las cifras oficiales, quedaron por debajo de las líneas de pobreza y de indigencia, terminó resultando tan disparatadamente baja como irritante.
Así, se llegó al colmo de que la Argentina presentara, de acuerdo con el Indec, una tasa de pobreza de apenas el 4,7%, inferior a la de muchos de los países más desarrollados del planeta, cuando según estudios privados serios, el nivel de pobres rondaría el 30%. Además de un intento deliberado de ocultamiento de la realidad, esta situación impide una adecuada planificación de las políticas sociales, al basarse en diagnósticos falsos. Dicho de otra manera: al falsear las estadísticas de pobreza se condena a la invisibilidad a un enorme sector de pobres e indigentes que, al no existir en las mediciones, no serán asistidos. Se trata, por lo tanto, de una actitud criminal.
Como se señaló recientemente en esta columna editorial, la revisión de la contabilidad nacional, empleando la nueva base de cálculo a precios de 2004, que reemplazó a la vieja base de 1993, permitió advertir que la economía argentina, medida por su PBI, creció entre 2005 y 2013 11 puntos menos que lo que hasta hace muy poco indicaban las estadísticas oficiales. Por si esto fuera poco, la nueva metodología no ha resuelto el problema de empalmar series viejas y nuevas, lo que genera diferencias significativas en el crecimiento de todos los sectores, que llegan a ser del 40% en los rubros de servicios e inmobiliario, y del 30%, en la construcción y el comercio, según un informe del economista Agustín Monteverde.
La revisión de la nueva serie muestra que no debió haberse pagado en 2009 el cupón PBI correspondiente al año anterior, ya que el crecimiento económico habría sido de sólo el 3,1% y no del 6,8%, como dijo el Indec en su momento. Eso implica que la Argentina desembolsó unos 2000 millones de dólares que no debió haber pagado a los tenedores de bonos atados al crecimiento económico, en los que el pago del cupón debe efectivizarse cuando el PBI supera el umbral del 3,22%.
Así como el Estado argentino les pagó de más a esos bonistas, durante años quienes poseyeron títulos de deuda ajustados por inflación fueron lisa y llanamente estafados por el Gobierno, al minimizarse el nivel del costo de vida en las estadísticas oficiales.
No es casual que, frente a este escenario que se ha extendido a lo largo de los últimos siete años, la Argentina haya sufrido una sangría de capitales y un verdadero shock de desconfianza, que las autoridades nacionales tienen la obligación de revertir en forma urgente.
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