Por Laura Rocha - LA NACION
El espacio público en la ciudad de Buenos Aires es una zona de conflicto permanente. La simultaneidad de jurisdicciones judiciales, de fuerzas de seguridad y el perfil metropolitano de la urbe terminan siendo funcionales al caos, más que al ordenamiento.
A esto se suma una débil política de Estado en materia de previsión y de control. Así, los manteros invaden calles y avenidas; los automovilistas estacionan en doble y hasta en triple fila en los barrios más cotizados; los "trapitos" se adueñan de lugares y cobran por dejar el vehículo; familias enteras viven en plazas; comerciantes invaden las veredas; contenedores, camiones y motos obstruyen las bicisendas y ya casi nadie respeta la peatonalización del microcentro.
Tampoco las grandes empresas respetan las normativas que rigen en el espacio público: se construyen shoppings antes de ser aprobados por el Poder Ejecutivo; se abren y cierran veredas cien veces para obras diferentes, y hasta las constructoras ocupan carriles de calles y avenidas para seguir con su desarrollo, mientras que los que prometen eliminar el cableado aéreo tampoco cumplen.
Pero la ocupación del espacio público no empezó con los ex combatientes de Malvinas intentando construir una casa de material, con ladrillos y cemento, en la Plaza de Mayo. Comenzó mucho antes: la ahora villa Rodrigo Bueno creció así, de a poco, casa a casa en el barrio más caro de la Capital: Puerto Madero. En el 2000 la Ciudad intentó erradicarla con subsidios, pero luego nada hizo. Y aunque su destino siga en los estrados judiciales, hoy es difícil mudar a esas miles de familias que se asentaron sobre los terrenos de la Reserva Ecológica, linderos a la ex Ciudad Deportiva de Boca.
Está claro que ante la falta de controles y las zonas grises que ofrece el Código Contravencional porteño, cualquiera se convierte en el dueño de la calle sin que nada ocurra. Los manteros ya son una institución en Flores, Once, Liniers, Caballito o Belgrano. Ya no queda un metro libre en la avenida Cabildo entre Juramento y Congreso, por ejemplo. Conviven con los agentes de tránsito, con los de la Policía Metropolitana y con los de la Federal. Y nada ocurre. Hasta los comerciantes que pagan sus alquileres y tienen comercios a la calle arreglaron un precio para permitir su permanencia. Insólito.
Como los cuidacoches. A esta altura, ya debería organizarse un concurso: ¿Qué cuadra de Buenos Aires está libre de "trapitos"? Quedan muy pocas. Hay leyes porteñas que atienden toda esta enumeración de usurpaciones del espacio público. Perfectibles, por supuesto. Pero no se cumplen. Ni se hacen cumplir. Es necesario que el Estado asuma este rol imprescindible.
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