Mauricio Macri empieza a sentirse incomprendido. Temprano para sus apenas diez meses de poder. Se molestó por la mirada descreída que acompañó, incluso dentro de Cambiemos, la pelea de Susana Malcorra para obtener la Secretaría General de la ONU.
Dante Caputo, por ejemplo, la responsabilizó de descuidar el timón de las relaciones exteriores. Llegó a la irritación cuando la canciller fue superada en votos por el portugués Antonio Guterres y sobrevoló la etiqueta de un fracaso. Para el Presidente, la sola posibilidad de aquella disputa habría servido para posicionar a la Argentina en un escenario en el cual estuvo ausente durante la década kirchnerista.
A Macri tampoco le caen bien las menciones al ajuste económico. Provengan de la oposición o del periodismo. Menos todavía que lo asocien a un dirigente de la derecha clásica o subrayen su insensibilidad social. Recuerda los fondos destinados a mejorar las asignaciones familiares: $ 17 mil millones. O el pago de los juicios a los jubilados, emblocados en lo que se denomina reparación histórica: otros $ 75 mil millones. Además, la compensación a los sindicatos por las obras sociales: $ 2.700 millones en efectivo y otros $ 25 mil millones en bonos. De allí la falta de paciencia que endilga a la CGT, aunque la central obrera tenga aún entre paréntesis su promovido paro. Al activismo de la CTA le encuentra otras razones: su lucha interna entre distintos sectores y la infiltración del kirchnerismo. Los gremios estatales, donde ancla el poder ceteísta, no parece haber sufrido tanto como dicen. El recorte en el Estado ha sido magro: se desprende de los números del gasto público.
Esta situación, mechada con otros sinsabores de la realidad, indujo a Macri el último martes a una explosión ocurrente. Sucedió durante su encuentro con la mesa política del Gobierno. Lo disparó con humor sin ocultar, sin embargo, que detrás de ese buen ánimo habría cierto convencimiento. “Hay gente que cree que soy un hijo de puta, Y otra gente que cree que soy un boludo. ¿Qué raro, no? Parezco condenado a tener que convivir con ese karma”, lamentó.
El Presidente prefirió no entrar en detalles. Pero nadie de los asistentes ignoró a qué sectores aludía. Los más ideologizados (por supuesto, los kirchneristas) lo observarían como la personificación de un diablo. La titular de las Abuelas de Plaza de Mayo, Estela Carlotto, al anunciar la recuperación del nieto 121, subrayó por primera vez en 13 años que ahora le preocupan otros derechos humanos al parecer en peligro. Que antes no veía o le convenía soslayar. Al llamado círculo rojo, sectores del poder empresario que lo interpelan desde las épocas electorales, le adjudicaría la otra calificación. Quizás por no seguir una huella más nítida en su política económica. El Presidente percibe, por la situación social y el horizonte electoral del año que viene, que no habría más margen para el ajuste. De allí que el secretario de Finanzas, Luis Caputo, haya estado la semana pasada rastreando endeudamientos en centros financieros internacionales. Las cifras también hablan: el Gobierno tomó deuda estos meses en el exterior por US$ 22 mil millones. Aún un porcentaje razonable referido al PBI.
Aquel lamento de Macri estaría desnudando a lo mejor otra cosa. La ausencia de una articulación política consistente con los diferentes actores de la sociedad. Institucionales y fácticos. En algún sentido, el Presidente no habría modificado todavía el núcleo duro del concepto del ejercicio del poder que concibió el kirchnerismo. En especial, Cristina Fernández. ¿Cómo sería eso? La ex presidente entendió su gestión como un enlace directo entre ella misma y la gente. En el tiempo de auge, luego del 54%, con concentraciones masivas. En el ocaso, desde los balcones interiores de la Casa Rosada con arengas hacia los militantes que sólo alcanzaban para llenar los patios interiores.
Macri también privilegia por ahora la línea directa. Claro que ha variado la metodología. No apela a grandes actos. Repite los timbreos en los barrios que, ante el aislamiento kirchnerista, tuvieron su efecto para ganar las elecciones. Aunque habría comenzado a tentarse con la sobreactuación. Aquel presunto improvisado viaje en colectivo en una zona humilde de Pilar fue la cima del exceso. El Presidente y su círculo áulico baquetean además las redes sociales. Le pasaron el trapo, en ese campo, al kirchnerismo. A esas acciones parecieran interpretarlas como la política nueva. Aunque insuficiente si se desmenuza el contenido de aquel lamento de Macri. Ese mismo pensamiento envuelve también a sus socios en Cambiemos, la coalición oficialista. Sobre todo, a los radicales. El debate se iba a plantear en el plenario que debió postergarse la semana pasada por el percance en la salud de Elisa Carrió. Pero ocurrirá.
El radicalismo indaga con inquietud electoral dos geografías. La cercanía del macrismo en Córdoba con el gobernador peronista, Juan Schiaretti. “Allí ganó por nosotros”, alertan ellos. El otro dilema se plantearía en Santa Fe. La alianza de los radicales con el socialismo atraviesa un tiempo difícil. Pero los discípulos de Hipólito Yrigoyen y Raúl Alfonsín no desean resignarla. Hay macristas más desprejuciados: hasta reparan, con buenas ganas, en el senador peronista Omar Perotti, propietario hoy de la mejor imagen provincial.
Macri, en cambio, no pudo innovar casi nada cuando volvió a la primera línea, como una marea, un viejo tema irresuelto en la Argentina: la inseguridad. Resolvió saturar con el envío de agentes federales (gendarmes, prefectos, Policía Federal y aeroportuaria) dos zonas ardientes: Buenos Aires y Santa Fe. La misma respuesta que tuvieron Néstor Kirchner y Cristina. Y hasta Carlos Menem en los 90. Con una realidad infinitamente peor que la de aquellas épocas. En esas décadas se fue incubando en etapas el fenómeno que ahora aterra: el delito común entrelazado con el narcotráfico.
El despliegue de agentes, pese a todo, resultaría atendible como respuesta psicólogica al temor colectivo. Pero se disipará igual que el humo si no resulta acompañado por estrategias y políticas multicausales congruentes. Aquella saturación encierra una enorme complejidad. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, está obligada a hacer, por caso, un reclutamiento de gendarmes en los 850 puestos que ocupan en el país. Eso implica para los efectivos trastornos familiares, de hábitat y compensaciones salariales de excepción. Bullrich carece todavía de tales recursos. Entre tanta repentización resolvió una cuestión que apunta al fondo: a partir de enero creará la Región Rosario de la Gendarmería. Un asiento permanente de efectivos. Fue una de las cláusulas que le permitió abrochar el acuerdo con el gobernador socialista Miguel Lifschitz.
Pese a la inmensidad de su territorio, la tarea de refuerzo resultaría menos ardua en Buenos Aires, porque Gendarmería y Prefectura tienen en la Provincia asientos importantes. Incluso ya han participado, en combinación con la Policía bonaerense, en una impresionante cantidad de procedimientos que María Eugenia Vidal combinó con Bullrich: se computan 140 mil en diez meses. Incluye todo tipo de delitos. Por supuesto, también el narcotráfico.
Semejante despliegue no posee aún relación con los resultados. Siempre se apunta a la connivencia de la propia Policía y del Poder Judicial. Pero algunos intendentes bonaerenses describen cuadros aún más graves. La complicidad que existe en muchos barrios pobres para resguardar a los mercaderes de la droga. Un funcionario de la intendencia de Lanús, a cargo del macrista Néstor Grindetti, describió realidades desoladoras. Operativos discretamente planificados para barrer reductos donde se comercializa el menudeo. En varios lugares se repitieron diez veces sin éxito. La información se filtra a través de los vecinos que reciben una compensación económica, que supera el valor de una changa o un plan social. Son síntomas que harían recordar a los inicios de la penetración del narcotráfico que sufrió Colombia. El cuerpo social está permeado.
La penetración sería de tal magnitud que hasta afectaría actividades impensadas. Un dirigente ligado a la Iglesia, experto en combatir el narcotráfico y la trata de personas, acopia datos sobre los movimientos en un club de fútbol de Buenos Aires que juega en primera división. Lo enlaza con otro club de Mendoza.
No se trataría de excepciones. En Jujuy, el paso de una simple carretilla con pasta base o cocaína a través de la frontera con Bolivia vale US$ 150 dólares. La tarea es realizada en general por clanes familiares. Cinco módicos días de trabajo significarían mil dólares. Los niveles de violencia no son elevados, porque gente de pequeñas localidades opta por vivir de ese negocio.
El Ministerio de Seguridad tuvo acceso a otra información desconocida. La Argentina se transformó en el tercer país abastecedor de droga a países de Europa. La estadística provino de Madrid. El hábito es hablar de Santa Fe o Buenos Aires como focos principales de distribución y salida. Esa información resulta incompleta: el puerto de Comodoro Rivadavia, distante, es también una puerta abierta. La novedad se complementa con otro dato: esa ciudad petrolera del Sur registra la tasa de homicidios más elevada del país, junto a Santa Fe. Apenas trazos de un problema que pasó de menor a calamitoso.
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