El presidente ruso, Vladimir Putin, ordenó la retirada del grueso de las fuerzas rusas apostadas en Siria. La decisión se produce casi siete meses después de que los contingentes rusos entraran en la refriega siria, en principio para socorrer al régimen de Bashar al Assad. Con este anuncio, lo cabal es que Moscú apuesta por bajar las tensiones que de momento venían recrudeciendo día a día, especialmente con Arabia Saudita y con Turquía.
La retirada rusa, que cabe aclarar que no es completa, responde al pragmatismo del Kremlin. En primera instancia, este evidentemente ha logrado preservar al régimen alauita en el poder. Como consecuencia, esto implica que los rusos conservan a su aliado, como así también su única salida estratégica al Mediterráneo, la base naval de Tartus. Desde una perspectiva más amplia, aunque es muy temprano para confirmarlo, la retirada de las fuerzas rusas delinearía las nuevas fronteras de facto de una Siria fragmentada.
Hace una semana, por medio de una columna, discutía que existían fundamentos para suponer que las tensiones entre Rusia, por un lado, y Arabia Saudita y Turquía, por el otro, no estallarían en una guerra abierta. Si bien reconocía que un escenario bélico de grandes proporciones era posible, y en teoría aún lo es, argumentaba que ningún actor tenía algo que ganar con un enfrentamiento directo. Obligados a tomar posición en el conflicto sectario que sacude a Medio Oriente, sucede que los sauditas, los turcos y una coalición de países sunitas están vehemente opuestos a que Irán preserve su influencia en Siria, lo que equivale a que Assad permanezca como mandamás en Damasco. Los actores sunitas entienden que el conflicto sirio no será solucionado en tanto no haya un cambio de régimen, y su oposición al clan Assad estriba en los múltiples intereses en juego. Entre otras razones, la proximidad geográfica de las áreas calientes con las zonas fronterizas y las sensibilidades religiosas encontradas, que echan leña al fuego del extremismo antisistémico como es el yihadismo, obligan a las partes enfrentadas a Irán a plantear su oposición.
Además de la retórica religiosa que pueda ser empleada, en los niveles de la alta política, la principal preocupación de los turcos está representada por la pérdida de influencia a nivel regional, lo que incluye el cercamiento de Turquía por parte de Rusia (que tiene presencia militar en Crimea y en la costa siria), y el riesgo de que los kurdos consoliden una entidad soberana a lo largo de la frontera sur con Siria. Si esto último llegara a ocurrir, el riesgo de que sucedan disturbios importantes entre la población turca de origen kurdo sería considerable, sobre todo si se tienen presentes los antecedentes políticos, y terroristas, existentes dentro de este grupo étnico.
En el caso de las monarquías árabes del Golfo, la realidad de una Siria fragmentada esquematiza una amenaza tajante al statu quo. Puesto sucintamente, la lógica es la siguiente: si las fronteras sirias (e iraquíes) han quedado desbaratadas en todo menos en nombre, ¿qué impide que el devenir histórico se torne en contra del multimillonario establecimiento monárquico que prevalece en la región?
En efecto, luego de que las placas tectónicas de la política de Medio Oriente se desplazaran, como resultado de todos los eventos desatados con la llamada Primavera Árabe, para algunos parecía que la era Sykes-Picot había llegado a su fin. Esta observación, contrastable en Siria y en Irak, apunta a que los trazados fronterizos característicos de la región, delineados por Francia y Gran Bretaña durante y luego de la Primera Guerra Mundial, no han probado ser lo suficientemente duraderos como para sostener más de un siglo de permanencia.
En todo caso, lo cierto es que las monarquías en cuestión temen por su supervivencia, y en la medida en que observan que Estados Unidos se retira de Medio Oriente, encuentran en Irán y en el Gobierno sirio una amenaza perniciosamente desestabilizadora.
A esto se refiere Putin cuando sostiene que es tiempo de concentrarse en las conversaciones de paz. El hombre fuerte de Rusia ha creado indubitablemente las condiciones para que la continuada existencia del régimen de Assad sea una realidad asentada en el terreno. Con esto, Putin en simultáneo proyecta fuerza que puede canjear, en términos de influencia, tanto en casa como en el extranjero, particularmente en las subsiguientes negociaciones sobre Siria y sobre Ucrania.
Por otro lado, aunque a estas alturas sería iluso dar por completamente terminada la presencia rusa en Siria, la retirada puede ser interpretada como un mensaje hacia Assad y compañía. Con las presentes medidas, Moscú le dice a Damasco que no se comprometerá a continuar la reconquista del territorio sirio perdido. En consecuencia, Rusia le dice al mundo que está dispuesta a buscar el consenso en función de velar por la estabilidad regional que tanto preocupa a todas las partes. Con la zona aledaña al Mediterráneo asegurada en manos de Assad, de momento los rusos verían sus intereses en materia de seguridad satisfechos. No obstante, esto no quita la amenaza permanente que suponen los elementos yihadistas rusos, especialmente en la vulnerable región del Cáucaso septentrional (norte), de donde provienen algunos miembros del Estado Islámico (ISIS).
Por lo pronto, quedará por verse cómo quedan trazadas las fronteras en el plano real. La nueva realidad en el terreno, en continuo desarrollo, podría sobrevenir en un Estado alauita, gobernado por el clan Assad; otro sunita, incluyendo las áreas dominadas por el ISIS en Siria y en Irak; otro chiíta, comandado desde Bagdad por la mayoría chiíta al sur de Irak; y finalmente, otro kurdo, regido desde Erbil por una autoridad que ambiciona la autodeterminación.
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