Los argentinos sufrimos en estos años las consecuencias de la inseguridad. Nuestras familias son desgarradas por la muerte de abuelos, padres e hijos víctimas de la delincuencia. La situación económica y social, la degradación cultural y la desintegración de los valores de la sociedad fomentan y facilitan la delincuencia.
Los niveles de inseguridad, violencia y barbarie están íntimamente ligados con el narcoterrorismo; millares de jóvenes argentinos queman su cerebro y su alma con estupefacientes. El mundo de la droga es un disparador de la violencia más irracional.
Cada día se decomisan escandalosas cantidades de drogas, pero no debería quedarse en la acción comunicacional. Estos procedimientos, lejos de ser una consecuencia exitosa en la lucha contra la droga, demuestran el aumento del consumo y el tráfico, negados durante más de una década.
Argentina decidió enfrentar el narcotráfico como un problema de índole policial circunscrito al ámbito de la seguridad interna de las personas. En este difícil problema existen dos actitudes. Por un lado, la negación: se carece de una visión estratégica para interpretar y entender el problema en su verdadera dimensión. El narcoterrorismo es una agresión externa a nuestra república, originada en otros Estados por organizaciones supranacionales, muchas veces vinculadas con algunos gobiernos, con los criminales y los corruptos que aprovechan las facilidades y la inoperancia para enfrentarlos.
Otra actitud es dejarse vencer por el miedo. La mezquindad política prevalece sobre el coraje para destruir el relato de excluir a las Fuerzas Armadas de la vida del Estado, privando a la sociedad de organizaciones con capacidades extraordinarias para cooperar en la lucha contra el narco, para blindar la frontera nacional contra esta flagrante agresión externa.
El Estado emplea las fuerzas de seguridad y policiales aisladamente, en compartimentos estancos, sin un comando centralizado en el nivel de las operaciones, en cuatro líneas de acción. Primero, la protección de la frontera de la penetración de la droga como si sólo fuese un problema de contrabando de perfumes. Segundo, la lucha interna contra el narcoterrorismo, donde el decomiso de grandes cantidades de droga es positivo, pero descubre el fracaso de la seguridad en las fronteras. Tercero, la seguridad policial normal y rutinaria de toda sociedad, donde los ciudadanos han cambiado los hábitos más sencillos de vida para protegerse de delincuentes, la mayoría de las veces afectados por estimulantes. Finalmente, la seguridad de objetivos estratégicos como usinas nucleares y represas, entre los que se suma la seguridad a eventos como la reunión del G20, que, como vimos en Alemania, es un evento afectado por amenazas internas y externas.
El narcotráfico no se gesta en bandas enquistadas en barrios carenciados que se matan en los estacionamientos de los centros de compras. El narcoterrorismo tiene su origen en otras naciones, donde está la alta conducción criminal cobijada en los pliegues corruptos del mismo Estado. Desde Venezuela, Colombia, México, Bolivia, Paraguay se trafican monumentales cantidades de droga que impactan como misiles sobre nuestra población o transitan por nuestras rutas o puertos hacia otros puntos del planeta. En todos los casos, nos señalan una agresión externa que penetra por nuestras fronteras y golpea violentamente a nuestra sociedad. Esta agresión socava los cimientos más sólidos y altera la forma de vida de los argentinos.
Los argentinos debemos entender que se trata de un problema geopolítico y requiere una solución integral, que incluye la atención psicológica de los adictos, el apoyo socioeconómico de los sectores más vulnerables, el incremento del control fiscal financiero y una visión amplia de la seguridad de las personas y la defensa del Estado.
Enfrentar esta amenaza ha puesto de manifiesto el valor y la decisión del Presidente de combatir al narcotráfico; para concretarlo debe empeñar todos los componentes y las potencias del Estado. Para ello es preciso que la clase política lo acompañe y se busque el consenso de la mayoría para recuperar la vigencia de la ley de defensa nacional.
Este instituto fue trabajosamente logrado durante la presidencia del doctor Alfonsín, en el marco de un gran acuerdo político. Con aciertos y errores, en el artículo 2 se estableció que las Fuerzas Armadas debían repeler toda agresión externa. Para que esto pueda realizarse se debe reemplazar el decreto reglamentario 727 elaborado durante la gestión de la ministra Nilda Celia Garré. Ese decreto modifica la ley, limita el empleo de las Fuerzas Armadas sólo para agresiones de Fuerzas Armadas de otros Estados, situación de escasa probabilidad de ocurrencia en la actualidad. El resultado es la dilución de las capacidades estatales para defenderse.
Un nuevo caballo de Troya que cobija fuerzas violentas ha ingresado a nuestra nación, que abrió las fronteras al narcoterrorismo. El resultado es la destrucción del futuro de nuestros jóvenes. Nos preguntamos quién descuidó la defensa y la seguridad del Estado y permitió introducir este nuevo caballo de Troya. La responsabilidad recae en la visión ideologizada de la seguridad y la defensa nacional de la anterior administración, que desembocó en una actitud permisiva sumamente peligrosa, basada en la negación del problema.
Es hora de dar vuelta la página y a partir de la experiencia y los errores de los años setenta, estrechar filas. Sin temor, desde la legalidad y con una visión geopolítica del problema, el poder político del Estado debe conducir la lucha contra este flagelo. En lo que respecta a la seguridad y la defensa, lo más lógico sería utilizar los recursos militares para la coordinación estratégica operacional de esta lucha. Esto hoy no existe y es necesario coordinar operaciones militares para cerrar la frontera a la penetración de la droga, con los operativos policiales y de seguridad en el interior, para derrotar las mafias narcoterroristas. Esta tarea exige poner en valor a las Fuerzas Armadas y la elaboración de reglas de empañamiento claras, respaldadas jurídicamente y desideologizadas.
Hay problemas que requieren estadistas con valor y coraje, que logren consensos y tomen decisiones correctas, apartados de los vaivenes electorales. La droga es uno de ellos, hay miles de jóvenes niños y familias víctimas de la droga. Se ha perdido demasiado tiempo y vidas por especular políticamente con este flagelo. Es hora de la acción política sin miedo.
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