Con Raqqa, la capital del califato de EI, a punto de caer, los gobiernos de EE.UU., Rusia, Irán y Turquía se enfocan en la reconfiguración del orden político del país
Un barrio en Damasco bajo control rebelde, bombardeado por el régimen sirio. Foto: Mohammed Ey Ad / AFP
TÚNEZ.- A medida que se estrecha el cerco a Raqqa, la capital del autoproclamado califato de Estado Islámico en territorio sirio, aumenta el apetito de las diversas potencias regionales y mundiales que llevan más de seis años invirtiendo fondos y capital político en la brutal guerra en Siria.
Con la caída del gobierno del presidente Bashar al-Assad convertida en poco más que una quimera, sobre todo tras su decisiva victoria en el frente de Aleppo, falta todavía por saber cuál será la configuración del sistema político de la posguerra y, sobre todo, si las diversas regiones del país contarán con una amplia autonomía, lo que permitiría a las potencias extranjeras mantener sus diversas zonas de influencia.
Sin embargo, aún no es el momento de las negociaciones definitivas que definirán las características del nuevo orden político. Las conversaciones de Ginebra están estancadas, mientras cada una de las partes aún confía en avanzar posiciones sobre el frente de batalla, y disponer así de una posición de más fuerza en la futura mesa de negociaciones.
Actualmente, es el momento de perfilar las fronteras internas y hacerse con la mayor parte posible del territorio que cede el califato menguante de EI. A la vez que compiten, rusos, norteamericanos, iraníes y turcos -cada uno con su milicia o ejército subrogado- están preocupados por establecer unas mínimas reglas del juego en esta fase final de la partida que evite una escalada violenta entre ellos a partir de una escaramuza no deseada. Los qataríes y los sauditas parecen más distraídos en sus querellas internas en el Golfo Pérsico.
El reciente derribo de un cazabombardero del régimen sirio ha sido una señal de alarma sobre el peligro de que el conflicto degenere en una guerra regional o en una lucha armada entre las potencias implicadas.
Sin embargo, este no es el único encontronazo entre el ejército estadounidense y el sirio o sus aliados. En abril pasado, después del presunto uso de armas químicas por parte de las fuerzas armadas de Al-Assad contra la población civil, el presidente norteamericano, Donald Trump, ordenó el bombardeo de una base aérea. Y, más recientemente, las tropas estadounidenses sobre el terreno abatieron un drone iraní. Al igual que sucedió con el cazabombardero, el aparato representaba una amenaza para las milicias kurdo-árabes, apoyadas por Washington.
"Se está hablando de la posibilidad de crear cuatro grandes zonas de influencia, cada una bajo el control de una de las potencias extranjeras. Pero sus fronteras aún no están claras", señaló a la BBC árabe el analista Hisham Bashem, especializado en el conflicto sirio, que negó la posibilidad de que estos territorios puedan convertirse en Estados independientes después de la guerra.
Más bien, el hecho de que el régimen sirio no haya sido capaz de aplastar a la oposición, y que tanto Washington como Estambul parezcan determinados a impedir que este escenario se consume, sugiere la emergencia de un Estado descentralizado. Y por lo tanto, a través de las diversas milicias locales, las potencias podrían conservar sus diversos intereses estratégicos.
En los últimos días se ha escrito mucho sobre un desplazamiento de unos 200 kilómetros al Sur del llamado "puente iraní". Por este concepto se entiende la ruta terrestre desde la frontera de Irán hasta el mar Mediterráneo, que recorre diversos territorios bajo el control de grupos afines al régimen de los ayatollahs. Mantener un corredor abierto hasta el Líbano, base de la milicia chiita Hezbollah, un aliado clave para la estrategia regional de Teherán, ha sido el principal interés iraní desde el inicio la guerra de Siria. Es a través de esta vía que aprovisiona de armamento pesado a Hezbollah, indispensable instrumento de presión a su archienemigo israelí.
Intereses
En el caso de Turquía y de Rusia, sus intereses son conocidos. El primero quiere evitar la creación de una franja de territorio contiguo a su frontera dominado por las fuerzas kurdas y su constitución en región autónoma; el segundo, que el clan Al-Assad, viejo aliado desde la Guerra Fría, conserve su poder en Damasco, aunque sea debilitado. Eso le permitiría a Moscú garantizar la existencia de su base naval en Latakia, la única que tiene en el Mediterráneo. Es decir, el Kremlin no quiere que la "primavera árabe" termine por significar una pérdida de su influencia en el tablero geoestratégico regional.
El único actor sin una estrategia definida es Washington. Bajo la administración de Barack Obama, obsesionada en no caer en un nuevo avispero como el que sufrió el país en Irak, el único principio rector de su política que parecía claro era el de no correr ningún riesgo de involucrarse militarmente en el conflicto, además de evitar una victoria de Al-Assad.
Con la llegada de Trump a la Casa Blanca, en enero pasado, desapareció el pavor a hacer valer el poder militar estadounidense, lo que explica los recientes choques. Los asesores del presidente consideran factible mantener una intervención terrestre limitada en apoyo de sus milicias aliadas gracias a su poderío aéreo.
Ahora bien: no ha surgido aún una doctrina clara, más allá de la destrucción del califato jihadista de EI. Según un reciente artículo publicado por el diario The Washington Post, la indefinición estadounidense responde, en parte, a la existencia de criterios diferentes entre la Casa Blanca y el Pentágono. Sin embargo, un responsable citado en el artículo lo negó: "Nadie discrepa sobre la estrategia o los objetivos. La cuestión es cómo ponerlos mejor en práctica".
En todo caso, esta ambigüedad podría ser una desventaja para Washington en una partida de alto riesgo como la del conflicto en Siria, ya que sus adversarios no parecen tener tantas dudas.
El país en el que todos buscan su botín
EE.UU.
Entre los principales objetivos de la administración que lidera Donald Trump está la destrucción de Estado Islámico, debido a la amenaza que significa la presencia de esa milicia jihadista en una región ya caótica e inestable, y por su capacidad de generar e inspirar atentados en Occidente. El gobierno norteamericano también quiere mantener a raya la actual influencia y las aspiraciones futuras de Rusia
El régimen de los ayatollahs ha sido ávido en apoyar la dictadura de Bashar al-Assad con equipo militar, comandantes, entrenamiento y asistencia para combatir contra milicias rebeldes, kurdos y Estado Islámico. Le interesa consolidar un corredor terrestre desde la frontera de Irán hasta el Líbano, donde se asienta la milicia chiita Hezbollah, aliado clave en su estrategia de influencia regional.
Turquía
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha sido crítico con Al-Assad, al alegar que es imposible que los sirios acepten a un dictador que llevó a la muerte a cientos de miles de personas. Su principal inquietud pasa de todos modos por evitar la creación de un territorio fronterizo dominado por las fuerzas kurdas y su constitución en región autónoma, por sus propios problemas con los kurdos
Rusia
A lo largo del conflicto, Moscú ha sido el aliado militar más importante del presidente sirio, a quien defiende con un fuerte despliegue militar y desde la diplomacia. Su misión se orienta a sostener en el poder al clan Al-Assad, lo que le permitiría garantizar la existencia de su base naval en la ciudad costera de Latakia, la única base rusa en el Mediterráneo, y mantener así su presencia estratégica en la zona
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