Por Santiago Kovadloff | LA NACION
Hay una Argentina horrorizada. Una Argentina agónica porque se va quedando sin las voces de quienes se atreven a hablar en su nombre. Una Argentina cuyo corazón no termina de estremecerse al ver la intensidad que ha cobrado entre nosotros la embestida brutal contra la ley. Una Argentina que ve quebrantada su independencia en todos los órdenes que debieran probar su fortaleza. La impunidad se ha adueñado de los hechos y las palabras.
La farsa y el cinismo, de las conductas. La mentira dilata su siembra y llama justicia a la cosecha de obsecuencia. La verdad no es un enigma metafísico. La verdad es la transparencia de los hechos que el delito se empeña en ocultar. La Argentina se está quedando sin contenido moral donde más importa que lo haya. Anémica de principios ejemplares en quienes la gobiernan, se estanca en la medianía, en la retórica, en la distorsión perversa de los significados, en la estafa generalizada.
Cáscara vacía, eso venimos siendo. Tierra devastada por la simulación y el miedo donde las ideas ocupan el rincón de lo más temido. Sabemos algo terrible. Algo que pocos pueblos conocen como nosotros: hasta dónde puede llegar la degradación sin castigo de la Justicia. La omnipotencia de los que viven fuera de la ley.
Silencio sobre el acto terrorista más devastador sufrido por el país. Silencio sobre la muerte del fiscal que se atrevió a cuestionar al poder. Silencio y silencio y silencio. Un silencio asfixiante que ensordece nuestros oídos. Que se expande sobre todo lo que somos como una peste imparable. La proeza del delito ya es homérica. Nuestra decadencia, descomunal.
La escalofriante perseverancia con que el Gobierno ha procedido para lograr que se apartara al juez Claudio Bonadio de la causa Hotesur ha dado, finalmente, su fruto anhelado. Un nuevo representante de la ley ha pasado a integrar la estirpe de los hombres acallados por la fuerza. El propósito de aunar el ejercico de la justicia con la libertad de procedimiento ha vuelto a fracasar en la Argentina. Otra zona de riesgo para las iniciativas oscuras ha sido anegada por las aguas servidas de la impunidad. Buenas noticias para los voceros de la obsecuencia. Leamos el flamante decreto de necesidad y urgencia: nadie que intente saber la verdad o cuestionar la versión oficial de los hechos tiene ni tendrá porvenir entre nosotros. Al poder no se lo interroga ni se lo cuestiona. Se lo obedece. Así de burdo es lo que pasa. Si se embiste con semejante saña contra la libertad de investigar es porque algo muy grave quiere ocultarse.
El juez Bonadio no ha recibido un tiro en la cabeza. Se lo ha eliminado sin necesidad de que su sangre corriera. El tiro en la cabeza lo ha vuelto a recibir la independencia del Poder Judicial. ¿Hasta cuándo será así? El nombre de Nisman y el de Bonadio ya no pueden ser disociados. Representan dos versiones de una misma tragedia. La tragedia consistente en no poder reconciliar el poder político con la ley. Con la ley que acota la desmesura del poder político. Con la ley que le dice al poder político: ¡todo no!
El viejo autoritarismo sigue vivo en nuestra casa. La democracia auténtica, la que se funda en instituciones independientes para dar forma a un Estado equidistante de los intereses sectoriales, esa democracia se deshilacha entre nosotros. La fachada democrática ya no puede engañar a nadie. Esta conversión de lo aparente en verdadero viene de lejos. No hay pobres. No hay inflación. No hay inseguridad. No se acosa al pensamiento independiente. No prospera entre nosotros el narcotráfico. Hay moneda. Somos la alegría.
Siniestra metamorfosis de la transparencia. Retórica y desprecio. Dos banderas que flamean en las manos de quienes debieron darle sustento a la Constitución nacional.
El juez Bonadio estuvo hasta hace pocas horas entre quienes asumieron la responsabilidad de no rendirse ante el miedo ni ante la extorsión. Su suerte dice a las claras cuál es el destino reservado a los funcionarios judiciales a quienes les repugna la obsecuencia y la distorsión de la ley.
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