Por Paul Taylor - Agencia Reuters
Un autoritario gobernante árabe ordena a sus fuerzas de seguridad y a sus milicias paramilitares que aplasten las protestas a favor de la democracia, asesinando a cientos de personas.
Entonces, Occidente:
a) ¿Difunde comunicados de condena por el uso excesivo de la fuerza?;
b) ¿Pide sanciones a las Naciones Unidas y una investigación del Tribunal Penal Internacional?;
c) ¿Suministra apoyo práctico a los manifestantes democráticos?, o
d) ¿Interviene militarmente?
La respuesta, según la opinión de muchos defensores de los derechos humanos, parece depender inaceptablemente del país del que se trate.
Las potencias de Occidente que se alzaron en armas contra Muammar Khadafy en Libia, citando el principio de Naciones Unidas en cuanto a su responsabilidad de proteger a los civiles, parecen haberse contentado con la indignación verbal en el caso de las 350 personas asesinadas en Siria.
El balance que hace Occidente entre sus intereses económicos y de seguridad y sus valores humanitarios es diferente en cada caso, pero el doble discurso es cada vez más obvio y despierta la irritación de la opinión pública, tanto en Medio Oriente como en Occidente.
Cuando el reino insular de Bahrein solicitó el mes pasado a Arabia Saudita el envío de tropas para aplastar al movimiento democrático liderado por la mayoría chiita musulmana, Estados Unidos y Europa balbucearon un par de frases de desaprobación, y luego hicieron mutis.
En Bahrein, la matanza tuvo menor escala que en Libia o Siria, y los arrestos, despidos y desapariciones de opositores que siguieron no han tenido demasiada cobertura mediática. Y lo que es más importante aún: Bahrein es el hogar de la Quinta Flota de la marina de Estados Unidos, la encargada de no sacarles el ojo de encima a los chiitas de Irán y de patrullar la principal ruta marítima del petróleo mundial.
Existen razones estratégicas, políticas y prácticas detrás de las reacciones divergentes de Occidente frente a los hechos en Siria, Libia y Yemen, después de la dubitativa aprobación inicial de los cambios democráticos en Túnez y Egipto. "Cada situación es diferente", contestó a la BBC el canciller británico, William Hague.
Hague dijo que en el caso de Libia hubo un pedido directo de la oposición, y que la Liga Arabe solicitó una resolución de Naciones Unidas y la creación de una zona de exclusión aérea. Khadafy ya había perdido el control de más de un tercio del territorio libio y sus fuerzas armadas estaban pobremente equipadas.
Por el contrario, Siria tiene un ejército bien entrenado que cuenta con misiles y aeronaves de combate de origen ruso y, posiblemente, hasta armas químicas, lo que hace inviable cualquier intervención militar. Siria es el aliado más estrecho de Irán y hace por lo menos dos años que las potencias de Occidente intentan alejar al presidente Bashar al-Assad de Teherán, alentándolo a que busque un acuerdo de paz con Israel que podría desactivar una de las principales fuentes de tensión en la región.
Si Occidente pidiera al Consejo de Seguridad una declaración de condena contra Al-Assad, Rusia, un histórico aliado de Libia, podría vetar cualquier resolución. La acción diplomática de Occidente podría terminar de empujar a Siria a los brazos de Irán, con el riesgo de que se produzcan represalias por parte de las fuerzas del Hezbollah libanés, aliadas de Siria, contra Israel. Por lo tanto, aunque los gobiernos de Occidente sigan alzando la voz en contra de Al-Assad, es muy poco lo que pueden hacer para influir en el resultado del levantamiento popular en Siria.
Traducción de Jaime Arrambide - Diario La Nación
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