Horacio, vos ganaste la Ciudad gracias a mí. ¡No te la creas!", chicanea, en tono de broma, Mauricio Macri cada vez que Horacio Rodríguez Larreta se jacta del alto porcentaje de aprobación que los porteños le otorgan a su gestión y que, a la vez, redunda en su imagen personal: desde hace varios meses, esas adhesiones rondan el 60%, un crédito que promete tomar un nuevo envión después del rotundo triunfo nacional de la marca Cambiemos.
Con sutileza, el jefe porteño utiliza ese insumo político para la construcción nacional de su figura. El triunfo del 22 de octubre no sólo generó el tuit sin bozal de Elisa Carrió en el que promueve la reelección presidencial. También disparó, en la mente de algunos, el inconfesable sueño de la sucesión, en un lejano -aunque ya no inverosímil- 2023.
Con bajo perfil, Larreta lidera una liga de intendentes de Cambiemos: la Red de Innovación Local (RIL), impulsada por él. Al menos una vez por mes se reúne con jefes territoriales de todo el país para intercambiar experiencias, unas tertulias de las que son habitués Julio Garro, José Corral, Ramón Mestre y el mendocino Rody Suárez. En otro andarivel, teje una relación personal con el papa Francisco y cultiva un vínculo calculado con uno de sus más dilectos discípulos, Juan Grabois, el abogado católico que lidera a los cartoneros de la ciudad. El "círculo rojo", que el último lunes no aplaudió el discurso presidencial en el Centro Cultural Kirchner, lo mima. "Horacio es el más vivo de todos", deslizan los empresarios, sindicalistas y dueños de los medios. "Horacio fuma abajo del agua", halagan. Larreta tiene la obsesión de ser presidente desde que tenía menos de 30 años, cuando, en 1994, Carlos Menem lo colocó al frente de la agencia de los jubilados. Por esa época, conoció y empleó a María Eugenia Vidal, que apenas tenía 23 años y todavía estudiaba Ciencias Políticas.
Macri observa con secreta incomodidad la obsesión presidencial de su delfín, a quién él transfirió su popularidad en 2015, del mismo modo que María Eugenia Vidal lo hizo en estas elecciones con Esteban Bullrich. Tampoco podría decirse que esté en crisis con él -el último fin de semana estuvo, junto con Juliana Awada, en el festejo de su cumpleaños número 52 e incluso podría llevarlo a Davos el próximo enero-, pero está molesto. Una molestia que difícilmente blanqueará, tal como indica el manual de buenas costumbres de Pro.
La familia macrista está lejos de ser perfecta; sin embargo, a diferencia de las feroces internas peronistas, tramita sus enojos hacia adentro. La regla no escrita es que las pasiones incorrectas sólo se ventilan en reuniones muy privadas. En esa intimidad, Macri hubiera preferido un jefe porteño más desapegado del poder futuro. Un desapego -al menos en lo discursivo- como el que percibe en la gobernadora Vidal.
A mediados de 2017, Macri le pidió públicamente a Larreta que resolviera los traumáticos cortes de calles de los piquetes. "Nos pidió el traspaso de la Policía Federal y se lo dimos. Nos pidió que esa transferencia fuera con los recursos y lo hicimos. ¡La responsabilidad es de él!", se quejó Macri, en su quinta de Los Abrojos, mientras comía un asado con amigos íntimos. Entre ellos, estaban el jefe de inteligencia Gustavo Arribas y el empresario Nicolás Caputo, además de algunos otros ex Newman. Según dejó entrever Macri en esa sobremesa, Larreta no movía un solo policía por miedo a perder puntos en su imagen, preocupado, como está, por su futura carrera presidencial. Uno de los Newman Boys, con cargo en el Estado, intervino sin anestesia: "Hay que recordar que el que hizo ganar al Pelado fuiste vos, así que el único responsable de esta situación también sos vos".
En la mesa hiperchica del Gobierno, donde se definen los trazos gruesos de la gestión y la estrategia política, Macri sienta cada 15 días a sus tres potenciales herederos: Vidal, Peña y Larreta. Un microclima en el que también se cocinan celos sutiles y tensiones subterráneas. Larreta es el único del trío que no comparte la intimidad de Los Abrojos. "Esas intrigas surgen de quienes no logran sentarse a esa mesa", explican cerca de Larreta.
En charlas informales con periodistas y políticos propios o de la oposición, Macri define a Marcos Peña como "nuestro gurú". Una ponderación que, según quién la lea, adquiere distintas interpretaciones. Para el ala "peñista", es un espaldarazo en la carrera sucesoria; para quienes recelan de él, en cambio, es un gesto para aliviar la inseguridad personal de su joven mano derecha, encargado de lidiar con dirigentes y gobernadores que, a menudo, lo superan en peso político y trayectoria. Marcos es competidor directo de los sueños políticos de Larreta.
No sólo los patriarcas peronistas o Cristina Kirchner son verticalistas. Macri también, aunque lo recubre con modales suaves y un estilo más profesional. En Cambiemos, es el jefe indiscutido y tiene la última palabra sobre cada tema. También ostenta el poder de la lapicera en el armado de las listas territoriales -dominio que quedó clarísimo en la última elección- y es quien impulsa delfines, dedazos e internas, según le convenga. El último lunes, en el CCK, un presidente con la autoestima política robustecida les bajó línea a los factores reales de poder, en un monólogo fundacional. Eso sí: todo con muy buena onda. El macrismo hace un culto de las formas.
Pero ¿qué sucedió en la Argentina para que aquel ignoto jefe de Gabinete de Mauricio Macri que, en 2015, estuvo a punto de perder la elección frente a Martín Lousteau se convirtiera en un líder con aspiraciones presidenciales? En los meses previos a la última interna macrista en la ciudad, Larreta era arrasado por el carisma de Gabriela Michetti. ¿Nos curamos de la adicción a los líderes angelados, tan propios del hechizo populista? El jefe porteño logró construir un liderazgo apalancado sólo en la gestión: toda una rareza que ni siquiera se aplica a Macri, un ingeniero, sí, pero imbuido por el glamour del establishment y el toque popular que le dio Boca.
En su smartphone, Larreta exhibe dos encuestas que miden mensualmente su imagen personal y, un par de veces al año, la gestión porteña. El primer sondeo lo lleva adelante la consultora de Julio Aurelio; el segundo, Poliarquía. Alejandro Catterberg, director de esa consultora, disecciona el material del que está hecho el liderazgo larretista, amasado en un nuevo clima de época. Los porteños ponderan la moderación, la gestión y la cercanía. Está estratégicamente dedicado a ablandar su perfil. Con su política social hacia las villas y la no represión busca desarmar los prejuicios que lo ubican como parte de una elite que sólo gobierna para los ricos. El plan le salió bien: bajó los niveles de rechazo. Catterberg traza un paralelismo entre los liderazgos de gestión, el carisma y el amor romántico: "El carisma en política es como el enamoramiento en la pareja. Dura un tiempo. Si es sólo eso, no se sostiene. Ni María Eugenia (Vidal) logra sostener su gestión sólo con carisma".
Expatriado del glamour del poder nacional, Larreta suele almorzar en alguno de los bodegones o restaurantes que abrieron en Parque Patricios desde que la jefatura porteña mudó sus oficinas al Sur. Este mes, volverá a visitar al Papa, a quien periódicamente le agradece el "milagro" de su hija Serena, nacida hace un año y medio, cuando su esposa, Bárbara Diez, dio naturalmente a luz a los 46 años, pese a los problemas de salud que le impedían concebir. En 2014, el matrimonio había viajado al Vaticano a rezar junto al Papa y, pocos meses después, se produjo el embarazo. Larreta camina por avenida Caseros con fe en los milagros.
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