La cada vez mayor voracidad fiscal y la sobredimensión del sector público no se compadecen con la paupérrima calidad de sus servicios
El agotamiento de la política económica
del kirchnerismo vuelve a colocar en el centro de la atención un
problema recurrente y casi crónico: la sobredimensión y la baja calidad
del sector público.
Más allá de algunos ajustes desesperados hechos por el gobierno nacional ante la falta de dinero que padece -y de los que se vieron obligados a concretar los Estados provinciales y municipales que reciben cada vez menos fondos-, no se vislumbra que vaya a haber una política seria de reducción del gasto en áreas innecesarias o vinculadas con necesidades estrictamente políticas.
Esa manipulación desembozada de los recursos públicos fue determinante para que el Estado haya crecido alrededor del 60% a lo largo de los últimos 12 años. Su tamaño consolidado (medido como el total del gasto primario nacional, provincial y municipal en relación con el PBI) pasó de representar el 26,5% de la economía, en el período 2000-2006, al 42,5% en 2012, sin considerar los intereses de la deuda, según un estudio del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf).
Las causas principales que explican esa elefantiasis estatal son las denominadas "transferencias corrientes al sector privado", entre las que se cuentan los subsidios económicos que reciben las empresas de servicios públicos; el gasto en seguridad social y la erogación en personal. En ese orden, esas tres partidas explican el 67 por ciento del crecimiento de la importancia relativa del gasto público en el lapso citado, con una escasa inversión real directa del 13 por ciento.
La contracara del mayor tamaño del Estado ha sido el crecimiento de la carga tributaria efectiva, que pasó del 23,8% del PBI, en 2000, a representar el 38,6% en 2013.
Se sabe que un Estado enorme requiere cada vez mayores gastos. Durante los últimos 12 años y, sin considerar la seguridad social, el aumento más alto se origina en los derechos de exportación, en el impuesto a las ganancias y en el de los débitos y créditos bancarios. Como se recordará, algunos de esos impuestos fueron pensados para ser aplicados "por una única vez" y, sin embargo, llevan años de vigencia, distorsionando todo el sistema.
La voracidad fiscal llega hasta los municipios. A los impuestos nacionales y provinciales, las comunas suelen sumar tasas por servicios generales, derechos de publicidad y propaganda, tasas por inspección y por patentes de rodados, ABL y tasas de habilitaciones, entre otros tantos métodos recaudatorios que castigan el bolsillo de los contribuyentes en forma desproporcionada.
Como sucede con la Nación, esa práctica insaciable por conseguir más y más dinero no se traduce en nuevos y más eficientes servicios para la sociedad. Por el contrario, esas partidas que superan la inflación real -no la que sistemáticamente falsea el Indec- terminan solventando las gigantescas plantas de personal estatal y engordando la discrecional bolsa de premios políticos que se reparte entre gobiernos afines.
La situación es gravísima, pues muy por debajo de la retórica productivista del Gobierno, se consolida el lamentable fenómeno de lo que podría llamarse la "Estadodependencia", tanto de personas con los gobiernos como entre administraciones.
Según datos de diversos especialistas, alrededor de un cuarto de la población económicamente activa de nuestro país está empleada en el sector público. Es una proporción similar a la de economías con un Estado de grandes dimensiones, pero que ofrecen prestaciones mucho más eficientes.
Pero hay más y son hechos fácilmente reconocibles cada vez que el Gobierno realiza anuncios con fines netamente político-electoralistas. Recordemos cuando los intendentes bonaerenses alineados con la Casa Rosada se llevaron antes de los últimos comicios la promesa del ministro Julio De Vido de una inversión directa en obras públicas para sus distritos de más de 12.000 millones de pesos, o la concesión pública de contratos exorbitantes para favorecer a altas casas de estudios alineadas políticamente con la Presidencia, o los suculentos cachets pagados a artistas que, cual feligreses, dan pruebas constantes de su fe kirchnerista.
Esos fondos, en su inmensa mayoría, no tienen ningún tipo de controles, tal como oportunamente ha denunciado la Auditoría General de la Nación (AGN).
El sostenimiento de sistemas de transporte, de gas y eléctrico deplorables mediante el otorgamiento de subsidios por cifras astronómicas ha venido evaporando las reservas sin que el usuario viera ningún tipo de progresos. Por el contrario, tras mucho negarlo, el Gobierno se vio obligado a admitir la crisis importando gas y energía eléctrica y estatizando empresas como los ferrocarriles, de cuyo funcionamiento calamitoso sólo pareció haber empezado a tomar conciencia tras la trágica muerte de 51 personas en Once.
Por todo lo citado se explica, aunque no se justifica, claro está, por qué el Gobierno no quiere deshacerse de su perverso esquema tributario. Desde 2000, la carga fiscal en el país aumentó el 60%, según Iaraf. Por la expansión del Estado, la presión tributaria es hoy del 38%. Si se toma en cuenta, además, la enorme porción de trabajo en negro que persiste en el país, esa presión impacta sólo entre quienes poseen o brindan trabajo registrado, discriminándolos de una manera absurda.
Así, la recaudación tiene para el Gobierno un objetivo tan privilegiado como impúdico: poder financiar el imparable gasto público por encima de la eficiencia y la equidad.
No es malo tener un Estado grande si son grandes las contraprestaciones con las que se beneficia a los ciudadanos. Lo malo es que se tome como propio y en beneficio de unos pocos el dinero que aportamos todos, corrompiendo los principios que hacen al federalismo y a la existencia de una república..
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