Es un secreto de Estado cuántas veces puteó Cristina
Fernández de Kirchner cuando se anunció que Jorge Bergoglio era el
sucesor de Benedicto XVI. La Presidente desconfiaba de Bergoglio y sus
alaridos exhibieron un temor atávico. Había conspirado para evitar su
ascenso al papado y ahí estaba el padre Jorge transformado en Francisco,
sonriendo con alegría desde los balcones del Vaticano.
Cristina destiló
su rencor en la primera carta oficial que envió al flamante Papa,
domesticó su ego político cuando viajó a Roma para participar de su
asunción y decidió usar la influencia de Francisco tras asumir que las
jornadas de Río de Janeiro exhibían un cambio de paradigma religioso.
Forzada por sus deseos personales, la Presidente fue fiel a sí misma:
todo vale para ganar una elección primaria, incluso sonreír al peor
enemigo sobre la tierra.
El Papa ya descubrió la estrategia de
Cristina, y somete su ambición al peor de los ritos. Francisco no trata a
la Presidente como un jefe de Estado, se limita a escuchar sus
anécdotas con gesto inocuo y sólo contesta los hechos familiares. No
discute la situación de los fondos buitres, ni los niveles de inflación
en la Argentina.
En los escasos minutos que otorgó a la delegación
oficial, el Papa regaló a Cristina unos escarpines para su nieto Iván,
mientras Martín Insaurralde aguardaba agazapado su foto-amuleto de
campaña. Francisco obvió el encuentro reservado con la Presidenta,
porque prefiere saber de la Argentina a través de la información que
fluye desde Buenos Aires a Roma. El Papa no valora el relato de
Cristina, y en Río de Janeiro limitó su conversación a un temario
liviano muy alejado de las preocupaciones del poder global.
Si la
Presidenta no hubiera conspirado contra Francisco, el Vaticano podría
haberse transformado en una pieza clave de la diplomacia secreta de la
Argentina. El Papa tiene prestigio y sus opiniones influyen alrededor
del planeta. Sin embargo, Cristina jugó mal sus cartas y Francisco calla
cuando se le pregunta sobre el gobierno argentino. El Papa defiende al
país, pero exhibe su silencio frente a los tropezones políticos de la
Casa Rosada.
Cristina soltó a sus perros para que involucraran a Jorge Bergoglio en crímenes de lesa humanidad. Un tribunal probó que la acusación era falsa, y Bergoglio jamás olvidara sus noches de insomnio y pesar. El Papa nunca entendió la alevosía de Cristina y Néstor Kirchner, y menos ahora frente al caso del general César Milani, acusado de la desaparición de un soldado conscripto en junio de 1976. Frente a las evidencias, Cristina defiende al general Milani. Ante la ausencia de pruebas, la Presidenta jamás se disculpó con el padre Jorge.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios mal redactados y/o con empleo de palabras que denoten insultos y que no tienen relación con el tema no serán publicados.