sábado, 17 de mayo de 2008

El subcontinente olvidado

América latina no aparece en los discursos de los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos. Hillary Clinton, Barack Obama y John McCain tienen planes para Irak y para estimular la economía de las naciones africanas, para apagar las llamas de Medio Oriente, para afrontar el veloz crecimiento de China y de la India, para estrechar lazos con la cada vez más poderosa Unión Europea, pero a los vecinos del Sur les reservan el silencio. Las pocas veces que he comentado la indiferencia de los Estados Unidos hacia los países que están al sur del mismo hemisferio, mis colegas de la Universidad de Rutgers me responden que tanto silencio es afortunado, porque allí donde los Estados Unidos ponen los ojos también pueden poner la llaga.




Indiferencia es quizás una palabra menos adecuada que ignorancia. Lo que se conoce sobre América latina en los centros de poder de los Estados Unidos es casi nada, y aun en ese poco hay mucho de equivocado. Un minucioso inventario de los malentendidos acaba de ver la luz en Forgotten Continent, el extenso y minucioso ensayo publicado en enero por Michael Reid, editor en jefe de las informaciones sobre América latina en el semanario inglés The Economist y corresponsal en el área, desde 1980 hasta 1991, para el diario The Guardian y los servicios informativos de la BBC. Algunas de las observaciones de Reid son pintorescas; otras son reveladoras. Quizá no haya nada nuevo en lo que dice, pero el conjunto ilumina con claridad y mesura una historia sembrada de suspicacias, prejuicios y ciegos ardores ideológicos. Reid recuerda que la ceguera sobre “el continente olvidado” –título de su libro– se extiende también a otras latitudes. También en Europa se ve a América latina como un país único, y con frecuencia se supone allí que Honduras está al lado de Chile, o que son lo mismo.

Cuando Margaret Thatcher, en 1992, observó desde el avión en el que iba a Brasil los imponentes rascacielos de San Pablo, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa: “¿Por qué nadie me habló de esto?”. George W. Bush dio la impresión –falsa– de que abriría a sus vecinos del Sur las puertas de un entendimiento duradero. Hablaba español mal, pero se esforzaba por entenderlo, y había gobernado durante dos períodos el estado de Texas, donde el contacto con los inmigrantes mexicanos es inevitable y donde la cultura latina se deja oír a cada paso. Sus primeros encuentros con el presidente Vicente Fox –otro ranchero campechano y astuto como él– indujeron a pensar que Bush estaba mejor dispuesto hacia la región de lo que realmente estaba.

Es un lugar común pensar que los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 lo apartaron de ese camino. El presidente tuvo ocasión de probar lo bien que conocía América latina cuando, dos meses después, le preguntó en la Casa Blanca al presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso: “¿Cómo, ustedes también tienen negros allá?”. La ignorancia o el desinterés vienen desde tiempos muy remotos y quizás ahora, cuando es difícil remediarlo, haya que aprender a convivir. Reid enriquece el camino con muchos datos útiles. Explica, por ejemplo, que algunos de los ciegos apoyos prestados por Washington a las dictaduras de los años 70, 80, y aun antes, se deben a la dificultad de los asesores de la Casa Blanca para distinguir a un comunista de un reformador guiado sólo por los intereses de su nación, como fueron los casos de Jacobo Arbenz, el popular presidente de Guatemala en 1953, y de Salvador Allende, derrocado con el auxilio de la CIA en 1973. En el caso de Arbenz, el secretario de Estado John Foster Dulles, que deseaba beneficiar a la United Fruit, tejió la trama que aplastó un gobierno legítimo y progresista, con la complicidad del feroz dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Eran los tiempos sombríos del senador Joe McCarthy y de un Eisenhower atemorizado por el fantasma de un comunismo en expansión.
Dos de las cifras que Reid toma de informes públicos, al alcance de todos, son signos de la magnitud de un drama de incomprensión mutua que afecta por igual a los Estados Unidos y a sus vecinos del Sur. Las democracias tardan en resolver los problemas de fondo, porque hay una enfermedad que está en la raíz misma de la vida latinoamericana. “Junto con Europa y América del Norte, la región latinoamericana –apunta Reid– integra el tercer grupo de democracias en el mundo, con la única excepción de Cuba. Pero, a la vez, es el área de más desigual distribución de las riquezas. A la vuelta del siglo XXI, el 10 por ciento de los más ricos eran dueños de entre el 34 y 47 por ciento de todo, dependiendo del país, mientras que al 20 por ciento de los más pobres le tocaba sólo de un dos a un cinco por ciento.”Así, hasta las democracias saludables explotan y se corrompen. Una de las peores sangrías dejadas por las dictaduras y por la pobreza fue el drenaje de talentos jóvenes y de trabajadores ambiciosos que se fueron de sus países y se quedaron para siempre en los Estados Unidos.

Reid calcula que la población hispana de ese país suma ya 41 millones, el 14 por ciento del total, y tiene un crecimiento demográfico superior a cualquier otra minoría: 26 millones vienen de México, dos millones de Puerto Rico, un millón y medio de Cuba, dos millones y medio de El Salvador y la República Dominicana. En la Costa Este del país, el caudal de colombianos y venezolanos crece sin freno. Muchos de ellos trabajan en la gastronomía y son ilegales, pero aun así pagan impuestos y no tienen intención alguna de regresar. Si se fueran, la economía norteamericana sufriría un colapso quizás insuperable, porque se encontraría de pronto sin brazos para levantar las cosechas, limpiar las casas, construir edificios, represas y carreteras.
La mayor parte del trabajo duro lo hacen los de afuera, y lo hacen por sumas que los norteamericanos no aceptarían. Esas sumas son, sin embargo, maná del cielo en las regiones pobres. Las decenas de miles de trabajadores ilegales que cruzan todos los días la frontera mexicana hacia Texas, Nuevo México, Arizona y California envían a sus casas remesas calculadas en 70 mil millones de dólares anuales. Es un dinero que ha sido regado con sangre, desvelos y lágrimas sin término. Los candidatos a la presidencia toman con pinzas el problema de la migración, porque se mueven intereses económicos que no responden a las mismas leyes del juego que los intereses políticos de Washington y podrían, si quisieran, torcer el rumbo de las elecciones.

Tanto McCain como Hillary y Obama ofrecen paños tibios para resolver el tema. Hablan de imponer el inglés como idioma obligatorio, de extender licencias de conducir (esas licencias equivalen en los Estados Unidos a un documento de identidad) y de imponer fuertes multas a los ilegales. ¿Cómo las pagarían, cuando emigran para huir de la miseria? También van en busca de otros valores, como cualquier persona de bien: educación para los hijos, sistemas accesibles de salud, mayor control de la violencia, gobiernos preocupados por el bienestar común. Y a veces lo que encuentran es sólo enfermedad y desgracia.

Reid es optimista sobre el futuro del continente. Cree que el progreso y la prosperidad se alcanzarán cuando haya administraciones menos corruptas y autoritarias que las que demolieron la grandeza prometida en el siglo XIX, y cuando el crecimiento se establezca a través de reformas bien pensadas y no de revoluciones regresivas. La última frase de su libro es una cita de Juan Bautista Alberdi que ilustra cabalmente esa idea: “Las naciones, como los hombres, no tienen alas. Hacen sus viajes a pie, paso por paso”.

Fuente: Por Tomás Eloy Martínez (Diario LA NACION)
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