En octubre, el Ministro de Defensa, Oscar Aguad, ante una consulta periodística sobre si evaluaba involucrar a las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico afirmó: “No, las experiencias no han sido buenas, así que no es lo conveniente”. A lo que agregó en referencia al caso de México: “la participación de efectivos militares en la lucha contra el narcotráfico terminó mal”.
Aseveraciones interesantes después de que en agosto algunos medios anunciaran que altos funcionarios del Gobierno—incluido el Presidente--analizaban alistar a las Fuerzas Armadas en el combate anti-narcóticos. Y máxime cuando en agosto de 2016, en el marco de la Cena de Camaradería de las tres armas, Macri aseveró: “En esta nueva etapa que hemos iniciado nos propusimos alcanzar la pobreza cero, derrotar al narcotráfico y unir a los argentinos. En estas tres premisas las fuerzas armadas jugarán un rol preponderante y participativo”.
Al parecer el ministro Aguad ha optado, hasta el momento, por no militarizar la política anti-drogas. Cuatro motivos parecen haberlo persuadido. Primero, la evaluación comparativa de la región. Los ejemplos concretos y las evidencias disponibles son ilustrativos. En el caso de México, un estudio de Donald Rubin del Departamento de Estadística de la Universidad de Harvard y Valeria Espinosa, analista cuantitativa de Google, sobre el envío de tropas a 18 regiones mexicanas demostró que la violencia no se redujo en 16 de ellas y que en varias incluso aumentaron las muertes. Otro estudio de Steven Morris muestra cómo las organizaciones criminales han invertido U$ 500 millones en sobornos; lo que tuvo un efecto corruptor fenomenal sobre los militares.
Según la Secretaría de Defensa Nacional mexicana en los últimos 30 años las Fuerzas Armadas soportaron la deserción de 468.929 soldados. De acuerdo a un estudio de John Bailey y Matthew Taylor aproximadamente un tercio de los narcotraficantes pasaron por las Fuerzas Armadas.
En Colombia, a pesar de la activa participación de los militares en el combate anti-drogas, el país tuvo un récord histórico de área sembrada con coca en 2016: 188.000 hectáreas; lo cual llevó al presidente Trump en septiembre a amenazar con de-certificar y sancionar el año próximo al país que más abrazó la “guerra contra las drogas” impuesta por Washington.
En Brasil, donde de acuerdo a un reciente informe de UNICEF 4 de cada 1.000 adolescentes que viven en los principales centros urbanos son asesinados antes de llegar a los 19 años, el gobierno del presidente Temer ha lanzado una ofensiva de los militares en varias favelas; lo que preanuncia un nuevo fracaso de las prácticas ya implementadas.
Los múltiples informes sobre corrupción militar en Venezuela derivados, entre otros, de la participación en la lucha anti-drogas son elocuentes. Probablemente en el ministerio de Defensa argentino han advertido que en un contexto de bajos salarios y espíritu de cuerpo debilitado lanzar a los militares al combate contra el narcotráfico es el preludio de alta corrupción y mayor desmoralización.
Segundo, la opinión de los militares activos. Es posible que un buen número de ellos se oponga a vincularse a una “guerra contra las drogas” que ha sido fallida en distintas latitudes. Muchos saben que si hay un fiasco serán las fuerzas armadas y no la dirigencia política la que pagará los platos rotos. Varios entienden que el debate sobre los militares y el combate anti-drogas no disimula la ausencia de una política integral de defensa. Saben además que un equipamiento para tareas internas anti-narcóticos no sustituye la falta de un reequipamiento para la defensa externa. Quizás algunos militares conocen el estudio del teniente coronel Michael Walther publicado por el US Army War College con un título expresivo: “Insanity: Four Decades of US Counterdrug Strategy”.
Tercero, es clave incluir la resistencia de las fuerzas de seguridad. Policías, gendarmes y prefectos quieren preservar sus empleos, recursos e influencias en materia de las tareas anti-narcóticos. Además ya hay suficientes ejemplos del involucramiento de muchos efectivos—en especial de la policía—en el negocio de las drogas. Si los militares quisieran lanzarse contra el narcotráfico, no faltarán incentivos para montarles operaciones que desnuden sus corruptelas. Y cuarto, resulta importante el papel de la sociedad. ONGs, expertos, académicos, comunicadores, políticos de diversa orientación ideológica, entre otros, se han manifestado, con datos empíricos y argumentos robustos, contra la militarización de la lucha contra las drogas.
En ese contexto, las afirmaciones de Aguad son razonables. Ojalá que esta misma lógica sea aplicada al delicado tema del combate contra el terrorismo, adentro y afuera. Y ojalá que el deseo del Presidente de lanzar a las Fuerzas Armadas contra el narcotráfico no revierta la postura del ministro.
Juan Gabriel Tokatlian es profesor plenario de la Universidad Torcuato Di Tella
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