Mi padre era un caballero asturiano que pecaba por su excesiva corrección: expurgaba cuidadosamente del lenguaje las malas palabras y el doble sentido, y sólo podía ser agresivo en extrema defensa propia.
Una tarde, al volver del fútbol, me trajo dos muñecos entrelazados que representaban jugadores de San Lorenzo y de Huracán; un mecanismo básico permitía que el primero sodomizara al segundo. El regalo, por su violencia y su obscenidad, me dejó helado: yo tenía cerca de diez años, miré a mi padre como si fuera un desconocido y me pregunté en qué se convertía aquel hombre cuando iba a la cancha, afición muy ocasional que sólo compartía con ciertos amigos.
La experiencia enseña que personas racionales y pacíficas suelen transfigurarse en verdaderos energúmenos al calor de un partido, y que gente apocada lanza en las gradas y plateas toda clase de insultos y amenazas aberrantes. Algo de ese fanatismo patotero, algo de esa pasión turbia y fundamentalmente frívola, una chispa de esa bronca visceral pero plana brilla por la división política dentro de las redes sociales, donde unos y otros se prometen el infierno.
Afortunadamente, en la vida real la mayoría de ellos sería incapaz de llevar a cabo esas intimidaciones anónimas o grupales, esos augurios feroces y delictivos. La grieta es una pulseada demente y ciega, que degrada a todos por igual, y que se parece asombrosamente a la escaramuza futbolera. El acalorado debate intelectual para dirimir si la Argentina reconstruye un populismo autoritario o inaugura una democracia republicana es todo lo contrario: una discusión esencial para nuestro destino que de ningún modo puede ser acallada o eludida, y en ella el corte no resucita la clásica dicotomía de peronismo y antiperonismo, puesto que muchísimos devotos de Perón se ubican hoy en las dos veredas en pugna.
La persistente queja de que se han estado cavando trincheras de odio similares a 1955 proviene ahora del peronismo clásico, y suena a truco viejo y a impotencia. El truco busca una vez más escamotear la chance de que haya una evaluación seria y completa de los veinticuatro años de gestión justicialista, puesto que la curva de su derrotero gestionario muestra el tremendo declive nacional. Que pícaramente nadie quiere asumir como propio ni como un todo: menemistas, duhaldistas y kirchneristas pretenden no haber integrado la misma fuerza que privatizó a mansalva, devaluó a destajo y saqueó a conciencia. Este balance negativo es tachado inmediatamente de "neogorila": nadie podría acusar a los críticos del radicalismo o del socialismo santafecino de antirradicales o de antisocialistas, y esta permanente amenaza de estigmatización que produce incluso inhibiciones en cualquier comentarista independiente prueba hasta qué punto el peronismo logró colonizar la opinión política y esterilizar sus objeciones.
Otra peligrosa zoncera mascullada entre dientes por el peronismo tradicional se refiere al escándalo que le provoca un nuevo revisionismo histórico: esta corriente inorgánica no viene contaminada por las ideologías y está echando luz sobre la mismísima actuación de Perón a lo largo de sus dos primeros gobiernos, durante su exilio franquista y, principalmente, en los años 70, cuando la administración justicialista perpetró crímenes de lesa humanidad por los que nunca pagó. Curiosamente, los peronistas le adjudican con rencor a Mauricio Macri estas revelaciones librescas, sin entender además que Pro es desdichadamente un partido posmoderno sin conciencia ni preocupación histórica. Aunque tiene en su seno, vale decirlo, a delfines peronistas y se propone después de octubre tejer un gran acuerdo de fondo con los referentes genuinos del PJ.
El lamento peronista es un chantaje que esconde en su interior estos dos reproches implícitos: no revisen globalmente nuestra gestión y no exhumen los antiguos pecados de nuestro líder; si persisten en esa senda, estarán trabajando para la discordia de los argentinos. El mensaje revela hasta qué punto son refractarios a la autocrítica, y por qué no han logrado en consecuencia una renovación, un nuevo rumbo y un liderazgo consistente. Hoy resulta mucho más interesante discutir con el cristinismo que con dirigentes híbridos sin brújula ni convicciones.
Por estas horas, y ante la inminencia de una buena performance electoral de Unidad Ciudadana, esos mismos dirigentes pretenden instalar la ocurrencia de que Cristina Kirchner resucitó merced a quienes nunca dejamos de refutar sus argumentos. La reconstruimos por el simple método de nombrarla. Esto no es cierto: basta releer las encuestas de hace un año para comprobar que la imagen y la intención de votos de la arquitecta egipcia son hoy exactamente las mismas que entonces. El razonamiento intenta deslegitimar el hecho de que la Pasionaria del Calafate representa, nos guste o no, a un sector considerable del electorado y que puede capitalizar una parte del voto castigo contra un ajuste que ella misma provocó pero que Macri debió instrumentar. Y busca borronear también que el peronismo es inocente de no haber sabido desplazarla durante todo este tiempo.
Al igual que Cristina, soy hijo de una antigua familia asturiana en cuyo seno se hablaba bable, fui víctima del bullying en el colegio y me costó mucho integrarme en esta sociedad donde nos sentíamos extranjeros. Para hacerme rápidamente argentino, me volví peronista, algo que disgustó muchísimo a mi padre. Afirma Luis Alberto Romero que ese proceso de asimilación y arraigo a través del nacionalismo ha sido muy habitual en muchos inmigrantes de distintas generaciones y países: el peronismo brindaba aquí un intangible certificado de pertenencia. Mis padres provenían de la hambruna de la posguerra civil española y arribaban en 1947 a la Tierra Prometida de Perón. Quienes duden de los avances sociales que se produjeron en aquella época sólo deben leer la obra clásica de Romero: Breve historiacontemporánea de la Argentina. En ella pueden verse también las zonas siniestras y sus grandes camelos, inspirados mayormente en las experiencias de Mussolini. Los libros, los viajes, la madurez y un balance severo del desempeño de este movimiento durante la era fundada por Alfonsín me alejaron hacia una socialdemocracia desarrollista sin partido; un alma en pena, como diría Sarlo. Si viviera mi padre, un republicano español, seguramente estaría más de acuerdo con esta adscripción solitaria.
La radicalización del kirchnerismo, que en lugar de copiar lo mejor del partido de Perón calca lo peor, le agrega la tara setentista y asume propósitos bolivarianos, constituye una peligrosa tendencia que prefigura un régimen de partido único donde se disloca la economía y se combate a cualquier disidente. Cómplice principal de esta patología resulta el justicialismo bonaerense, que es la mismísima negación de aquella evolución de los años 40: convirtió su bastión histórico en el distrito más pobre del país, la mitad de su población trabaja en negro, el 60% carece de cloacas, dejó un Estado inútil y colapsado, alimentó a la policía mafiosa y permitió que el narcotráfico se adueñara de los territorios. El peronismo, en tanto fuerza dinamizadora y progresista, nos traicionó. Y aun así su reconfiguración es imprescindible para crear un nuevo sistema de partidos políticos. Cuando sea más interesante discutir con los peronistas clásicos que con los cristinistas, esa meta se habrá logrado. Y la Argentina quizá tenga entonces una verdadera oportunidad.
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