(Editorial del diario La Nación) - Aunque sigan humeando las probetas, no se ha inventado ningún sistema mejor para el progreso material que el capitalismo
La primera visita que realizó Cristina Kirchner por su precandidatura senatorial fue a Cueroflex, fábrica recuperada en el conurbano bonaerense. Años antes, la ex presidenta aplaudió la expansión de la villa 31 como paradigma de crecimiento. Ambos son náufragos del fracaso argentino y no testimonios de sus logros. Como náufragos, merecen atención solidaria, pero también nos interpelan: ¿por qué se han cerrado empresas y multiplicado los asentamientos? Según la ex presidenta, recuperar fábricas y expandir villas fueron políticas de Estado, el pináculo del "modelo de acumulación de matriz productiva diversificada e inclusión social".
La Argentina se encuentra ávida de inversiones y le cuesta mucho lograrlas, pues tiene una larga tradición de rechazo al capitalismo para la convivencia colectiva, aunque lo prefiere para la vida particular. Los políticos, expertos en buscar votos, violentando principios y torciendo convicciones, adaptan su discurso al arquetipo nacional y popular. Un anticapitalismo hipócrita, que los locales se toman en broma, pero los extranjeros se toman en serio. Los recientes casos de Lear, Donnelly o PepsiCo no son ajenos a esa hipocresía.
Ya nadie piensa en "combatir el capital" para lograr la patria justa, libre y soberana. Pero ese latiguillo, repetido durante 70 años, ha calado muy profundamente en la cultura vernácula y, como toda mentira, si se repite, "algo quedará". Y para satisfacción de Joseph Goebbels, mucho quedó.
En 2013 se estimaba que había 350 empresas recuperadas, fallidas durante sendas crisis en sucesivos populismos. En ese museo de argentinidad se encontrarán la fundición La Baskonia, los guardapolvos Brukman, las heladeras Coventry, la imprenta Gagaglione, los andamios Acrow, el hotel Bauen, la alimenticia Sasetru, la pinturería Cintoplom, los chacinados La Foresta, el jamón Torgelón, el frigorífico Yaguané, la transportista Rabbione, los chocolates Arrufat, los pollos San Sebastián, los extractores Galaxia, las zapatillas Gatic, los cerámicos Palmar, las cerámicas Zanón, los sprays Roby, las medias París, las ediciones Marymar, la gráfica Conforti, los acoplados La Helvética, las carabinas Mahely, los termostatos Penn Control, los compresores Fader, los lavarropas Aurora, los tractores Zanello, las camisas Angelo Paolo y los pulóveres San Remo, entre muchas otras.
En la Argentina todo es un corsi e ricorsi, aunque siempre para atrás, nunca para adelante, contrariando a Giambattista Vico. No aprendemos del pasado y reiteramos los mismos errores. Hace medio siglo experimentamos varios embriones de autogestión durante la llamada Revolución Argentina (1966-1973), con "el fin de asegurar la paz social": desde la "rehabilitación" de empresas insolventes (Onganía, 1967) hasta la "recuperación" de firmas en bancarrota (Levingston, 1970). Las primeras recibieron créditos del Banco Industrial fondeados con emisión monetaria del Banco Central. Las segundas fueron absorbidas por el Estado, financiadas con fondos públicos y administradas por burócratas sometidos a los sindicatos.
Así se estatizaron Siam Di Tella, el frigorífico Swift, las motos Gilera, las opalinas Hurlingham, los tocadiscos Winco, Textil Gloria, Editorial Codex, Industrias MAN, bodegas Cavic, Industrias Llave, La Cantábrica, Plástica Bernabó y La Bernalesa, todas sobrevivientes a la ley de quiebras. En 1973, cuando asumió José Ber Gelbard como ministro de Economía, debió crear un holding (Corporación Nacional de Empresas Nacionales) para coordinar las 170 fallidas y resucitadas.
Pero una cosa es la necesidad y otra es la ideología. Resulta admirable que obreros y empleados se hayan organizado para mantener con vida compañías que sus propios dueños dieron por muertas. En ocasiones, hasta convertirlas en firmas reconocidas, como tractores Pauny (ex Zanello) o las pinturas Cintoplom.
Sin embargo, esos casos deben ser la excepción y no la regla. Las inversiones que se necesitan para generar empleo y mantener al Estado, con sus sueldos y jubilaciones, sus asesores y viáticos, sus planes sociales y sus obras públicas, no pueden provenir de estos empeñosos sobrevivientes, sino de capitales privados que aporten dinero en serio, asumiendo riesgos conforme la dura regla de las ganancias y las pérdidas.
Desde tiempo inmemorial, los distintos socialismos han intentado fórmulas de organización productiva horizontales e igualitarias, eliminando la figura del empresario y su ganancia. Fueron los casos de los socialismos utópicos, el anarcosindicalismo, la Comuna de París (los "ateliers" o talleres tomados, 1871), los soviets rusos (1917); la autogestión del mariscal Tito en Yugoslavia (1958), las fábricas ocupadas durante el Mayo francés (1968), los cordones industriales en Chile (Allende, 1972) y el Plan Inca en Perú (Velasco Alvarado, 1975).
Aunque sigan humeando las probetas, no se ha inventado ningún sistema mejor para el progreso material que el capitalismo. Lo atestiguan el crecimiento fenomenal de la República Popular China y la miseria de su contracara, la República de Cuba. O Corea del Sur, comparada con su homóloga del Norte. O la prosperidad de Colombia frente a su vecina, la República Bolivariana de Venezuela.
Fracasado el comunismo, el modelo de autogestión revivió como alternativa anticapitalista en América latina. Al Encuentro Latinoamericano de Empresas Recuperadas (Caracas, 2005) asistieron la Central de Trabajadores de Argentina (CTA) y la CGT. El tono del documento final aclara, para quien tuviera alguna duda, el contenido ideológico del encuentro, tan simpático al kirchnerismo.
"Rechaza la opresión imperialista, las leyes y valores del libre mercado y del capitalismo neoliberal, que ha condenado a nuestros pueblos a la exclusión, a la pobreza, a la profundización de la desigual distribución de los ingresos y de la riqueza, todo bajo instituciones y reglas financieras y comerciales, causa y origen de 220 millones de pobres en los países de América latina".
Los firmantes asumieron el compromiso de abrir empresas que pretendiesen ser trasladadas, estén quebradas o que amenacen con despidos masivos para luego ser "dirigidas y gestionadas por los trabajadores y trabajadoras basados en la propiedad colectiva y/o pública".
Son las mismas consignas que repitieron el PTS, el Polo Obrero y otros grupos trotskistas en los casos Lear, Donnelly y PepsiCo reclamando la recuperación de empresas como "instrumento de lucha contra el imperialismo opresor, en defensa de las conquistas populares, democráticas y nacionales".
Como lo señalamos desde estas columnas, casi todos los empleados aceptaron las indemnizaciones duplicadas que ofreció la compañía de snacks, que actuó conforme a la ley para trasladar su producción a una planta más moderna, alejarse de la conflictividad del GBA y aumentar el empleo en Mar del Plata. Pero los disturbios para la reincorporación no tenían un genuino interés laboral, sino ideológico y político: la ocupación de la planta para combatir el capital extranjero y su eventual expropiación "como instrumento de lucha contra el imperialismo opresor".
Las victorias de los violentos, forzando a empresas con piquetes, piedras y capuchas, son derrotas para la sociedad en su conjunto. Sus éxitos contra el capital son triunfos contra la inversión y el empleo. Sus trofeos en reyertas callejeras son desastres para el bienestar general. Pirro, rey de Epiro, sería "un poroto" ante el aporte de Pitrola y Del Caño al quebranto colectivo.
La izquierda cerril, experta en destruir lo construido e incapaz de engendrar prosperidad sin odios, jamás develará su plan para llegar a Shangri-La sin extraviarnos en la Rusia de Brezhnev, la Rumania de Ceaucescu, la Alemania de Honecker o la Venezuela de Maduro. Nuestros populistas vernáculos, ahora devenidos "republicanos", antes de simpatizar con forajidos de la agresión, deberían actuar como estadistas. Y explicar las causas de nuestra larga historia de empresas rehabilitadas, quebradas y recuperadas, para que los fracasos no se repitan, sin recurrir a las muletillas del encuentro de Caracas.
Es hipócrita alinearse con los demoledores del empleo por mero oportunismo, agravando la falta de seguridad jurídica en la Argentina. Es dañino jugar con fuego, quemar el colchón y terminar incendiando el hogar donde viven nuestros hijos y nacerán nuestros nietos.
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