Tras dieciocho meses de ejercicio, el Ejecutivo no ha logrado elaborar un plan concreto para afrontar la situación que atraviesa el sector Defensa. El período de gobierno previo al actual fue el lapso de mayor desinversión en Defensa de que se tenga memoria. El eje se desplazó a la cuestión de las relaciones cívico-militares, la ideología permeó ámbitos que no debía y no se invirtieron recursos genuinos, pese a que se completaron los ciclos de planeamiento necesarios.
Salvo el cese de la estigmatización a las Fuerzas Armadas, el Gobierno no ha cambiado esta situación. Es cierto que impulsó la culminación de las reparaciones del rompehielos Almirante Irizar y que intentó recuperar capacidades perdidas, sea mediante algunas compras puntuales, aprovechando convenientes oportunidades -los aviones Super Etendard adquiridos en Francia- o encarando procesos de modernización y prolongación de la vida útil.(???)
La razón que subyace a este letargo tal vez sea que la Casa Rosada no termina de entender la importancia de la Defensa y, las asignaciones de partidas presupuestarias se conciben más en términos de "gasto" que de inversión. No se vislumbra un plan, y no puede haberlo si no establecemos un rumbo.
Adquirir medios para la Defensa demanda un planeamiento que incluya su ejecución en un horizonte temporal claramente establecido. ¿Queremos contar con Fuerzas Armadas para hacer qué? ¿Cuánto dinero estamos dispuestos a invertir en lograrlo, en cuánto tiempo?
Ninguna labor efectiva en este campo puede construirse sin un diagnóstico de la situación vigente a nivel internacional. En este marco se evidencia que el tablero global es pródigo en situaciones complejas, dinámicas, transnacionales, volátiles y -en lo que hace a la manifestación de la violencia- asimétricas, que escapan por completo a la "limitación extrema" que signa nuestro plexo normativo en lo referente al empleo del instrumento militar. Me refiero a una limitación que no está dada por la tajante división entre ámbitos interno y externo planteada en la ley de defensa de 1988, sino por la ley de reestructuración de las Fuerzas Armadas de 1998 (al hablar de la imprescindible naturaleza estatal del agresor) y la controvertida reglamentación de la ley de Defensa, impuesta en 2006 por decreto y sin consenso parlamentario (refiriendo a la naturaleza militar de la agresión).
¿Adecuaremos nuestras instituciones militares a los parámetros de la seguridad internacional del siglo XXI o nos mostraremos impermeables a ellos? Nuestra "limitación extrema" parece orientar la respuesta a la segunda opción. Sin embargo, por la primera alternativa parecen manifestarse absolutamente todas las naciones del hemisferio. Incluso los modelos más parecidos al argentino, correspondientes a los otros países del Cono Sur, exhiben notables grados de flexibilidad frente al nuestro.
El Poder Ejecutivo debe trascender su pobre performance de medidas aisladas para formular políticas públicas basadas en un plan a mediano plazo. Resulta imprescindible que esa acción se sustente en un sólido análisis de la situación global en materia de seguridad, sus patrones evolutivos y tendencias probables. En ese sentido, es conveniente dejar sin efecto la "limitación extrema" que signa nuestro plexo normativo, replanteando lo que indica la ley de reestructuración de las Fuerzas Armadas y modificando la actual reglamentación de la ley de defensa.
Profesor de la Escuela de Política, Gobierno y Relaciones nacionales de la Universidad Austral
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