La realización de desfiles en conmemoración del Bicentenario de nuestra Independencia fue un indicio de la reubicación de las Fuerzas Armadas en la consideración oficial y probablemente también social. En palabras del ministro de Defensa, Julio Martínez, al anunciar el evento: "En el gobierno anterior hubo maltrato, persecución y falta de respeto a nuestras Fuerzas Armadas, a las que tenían escondidas" y agregó: "No es para mostrar poder, que tampoco tenemos porque hemos recibido las Fuerzas Armadas con falta de capacidades y presupuesto".
En 33 años de gobiernos constitucionales el Congreso nunca desarrolló una discusión seria sobre las implicancias de quitar gradualmente a las Fuerzas Armadas su capacidad defensiva. Pero esto sucedió. Cualquier voz señalando esa falencia sería mal considerada políticamente y sospechada de defender "represores" o de alimentar intenciones golpistas. Si el propósito sigue siendo mantener desarmadas las fuerzas para asegurar que no haya golpes militares, ello significaría después de 33 años otro grave problema de madurez institucional. El acatamiento militar a las autoridades de la Constitución debe entenderse como un hecho ya consolidado.
Dentro de estas extremas escaseces, el presupuesto de defensa expone en sus limitadas inversiones la prioridad por impulsar la industria militar local. Este objetivo puede estar en contradicción, y de hecho lo está, con el logro de la mayor eficacia militar basada en armamento de última generación. Por ejemplo, se propone modernizar el Polo Químico de la Fábrica Militar de Río Tercero. También se han programado una línea de armado de vagones y una planta de fabricación de pistolas en la Fábrica Militar Fray Luis Beltrán. Ninguna de estas inversiones aportará capacidad militar significativa. La pregunta, entonces, es por qué el presupuesto de defensa pone al Estado a armar vagones de uso civil.
Se impone una completa revisión de la política de defensa que debería sustentarse en una discusión que se inicie con la decisión de contar con fuerzas armadas. Salvado esto, el marco de un programa consensuado debe incluir la reconciliación y la superación de los sentimientos antimilitares que han motivado no sólo el deterioro defensivo que exponemos en este editorial, sino también un tratamiento judicial asimétrico y claramente violatorio de los principios de la justicia en el tratamiento de los hechos de la guerra antisubversiva que nuestro país vivió en los años setenta.
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