Pocas sensaciones más liberadoras e ingenuamente felices que la que produce subirse al tren en una gran estación rumbo al destino soñado, desconocido o, simplemente, lejano. Esas estaciones que, en su monumentalidad, simbolizan una Argentina que fue, y sobre todo que pudo haber sido. Retiro, renovada, da esperanzas.
El tren a Mar del Plata, resucitado, da ganas de llorar: se necesitan dos horas más que hace medio siglo para conectar Buenos Aires con la principal ciudad turística del país. Fráncfort y Hamburgo, a 394 kilómetros de distancia, se unen en tres horas y 20 minutos; Madrid y Valencia, a 391, en una hora y 40. Son apenas dos ejemplos.
Hasta Mar del Plata hay 12 paradas, se explica. Y hay 114 pasos a nivel en la traza de la vía. Aún hay que reemplazar 129.000 durmientes defectuosos. Y ya se instalará el Wi-Fi en las formaciones...
Todo muy comprensible, claro, pero las casi siete horas que demanda llegar a destino convierten el tren en un símbolo. Ya naturalizamos el absurdo, porque celebramos un tren que viaja a 60 km por hora. Símbolo de la corrupción y de la ausencia por décadas de un proyecto de país, de ese fracaso que nos subió a éste y a tantos otros trenes traqueteantes.
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