Por Alcadio Oña - Diario Clarín
Aún con grados diferentes según cada cual, la intervención del
Estado en la economía es un valor aceptado hace tiempo. Sea para
equilibrar la balanza en la distribución del ingreso, garantizarles
bienes y servicios esenciales de bajo costo a las capas más necesitadas,
corregir distorsiones en los mercados, fomentar actividades
consideradas prioritarias y varias cosas más.
La Argentina tiene
hoy un sector público nacional grande, un Estado que rasca plata de
todas las fuentes a tiro. Aunque eso no equivale a asignar los recursos
de un modo eficiente y transparente, a acertar con los destinos
convenientes, ofrecer servicios de calidad o cubrir agujeros clave en la
infraestructura. En fin, algo palpable en los hechos, no en las palabras .
En pesos de hoy, o sea, incorporando la inflación pasada, el Iaraf, un instituto especializado en el análisis de las cuentas oficiales, calcula que entre 2003 y 2012 el gasto corriente habrá sumado nada menos que 3,8 billones. Y, así, pasará de representar el 13,4% del PBI al 24,3%, una marca histórica .
El grueso de estos fondos fue a sostener las prestaciones previsionales y a bancar un sistema de subsidios indiscriminado y poco claro. Explicable lo primero, cuanto menos controvertido lo segundo.
Durante el mismo período, el gasto de capital acumulado ascendería a $ 486 mil millones. En relación al PBI, subirá del 0,6% al 2,8%. Así, la suma de los factores arroja 4,3 billones de pesos, o US$ 900.000 millones o dos PBI completos . Gran parte del gasto de capital va a inversión pública, lo cual suena útil y a la vez necesario. Claro está, siempre que se refleje en la ampliación y modernización de la infraestructura .
Un caso dramático que revela lo contrario fue la tragedia de Once y, a la par, el estado del sistema ferroviario. Antes de las privatizaciones y del “ramal que para, ramal que cierra” de Carlos Menem existían 35.000 kilómetros de redes ferroviarias. Al momento de la asunción del kirchnerismo se habían reducido a 18.000: ahora hay menos y deterioradas . Antes, era posible llegar en tren desde Buenos Aires a la mayoría de las provincias; ahora, sólo a Córdoba, Santa Fe y Tucumán. Y la ocupación cayó de 98.000 a 20.000 empleados.
El transporte de carga por ferrocarril, con grandes ventajas comparativas respecto del camión y considerablemente más barato, lleva hoy apenas el 5% de la producción nacional. Por camión viaja entre el 80% y el 85%. Por donde se mire, demasiadas desproporciones para un gobierno que había prometido recuperar los trenes . Y que, claramente a partir de 2005, destina una montaña de subsidios al transporte de pasajeros: con Aerolíneas incluida, $ 75.000 millones entre 2005 y 2011.
Desde fines del año pasado, en el Ministerio de Economía duerme un trabajo de especialistas que identifica una serie de deficiencias en la infraestructura, algunas que urgen soluciones.
Entre otras, cita, justamente, el fuerte desbalance en el transporte de cargas en contra del tren y a favor del camión, las dificultades para ampliar la capacidad vial y problemas críticos en ciertos tramos de las carreteras. También señala la vulnerabilidad de las exportaciones de granos y oleaginosos concretadas a través del río Paraná, los riesgos mismos de las vías navegables, los inconvenientes para recibir barcos de mayor porte y la saturación de los pasos fronterizos.
Dice otro especialista: “Con semejante cuadro, si la cosecha llega a 150 o 160 millones de toneladas no habrá por dónde sacarla. A este paso, estaremos ante una congestión monumental y eso puede pasar en pocos años”. Es posible agregar más al boletín de las deficiencias estructurales, pero ahí está, siempre presente, la crisis energética.
La producción de petróleo viene en picada desde 1998 y las reservas cayeron un 12% contra 2002. En el gas, corazón del sistema, la producción baja a partir de 2004 y las reservas se redujeron a la mitad respecto de las que había en 2002.
Y no es casual, entonces, que este año las importaciones energéticas puedan desbordar los US$ 10.000 millones, a pesar del estancamiento de la economía. Tampoco, que el gas natural y el licuado traídos del exterior para suplir el que aquí falta ya signifiquen un 25% del consumo interno . Con poco que se recupere la actividad productiva, la factura de divisas escalará varios peldaños en 2013.
Parte de la misma película es que entre 2005 y 2011 los subsidios al gas y la electricidad hayan ascendido a $ 114.400 millones. Que el número de refinerías sea prácticamente el mismo de hace diez años, mientras el consumo de naftas se triplicó desde 2007. O que, además, buena parte de las empresas del sector enfrenten un cuadro crítico, con fisuras ostensibles en la cadena de pagos.
A un lado y al otro del panorama completo saltan déficit y deterioro de la infraestructura. Y eso, que ya pone en jaque a cualquier proceso de desarrollo económico, también implica pérdidas fenomenales en el patrimonio del país .
Orientar el gasto público según un orden de prioridades acertado y puesto hacia el mediano y el largo plazo define, como pocas otras cosas, la calidad de las políticas de Estado .
La plata no es infinita sino, por definición, un bien escaso. El punto es que, pese a los $ 4,3 billones de estos años, a los grandes buracos estructurales que no fueron resueltos se les agregaron otros de porte. Consecuencia: cerrarlos saldrá carísimo y obligará a torcer el rumbo de la locomotora antes de que choque .
En pesos de hoy, o sea, incorporando la inflación pasada, el Iaraf, un instituto especializado en el análisis de las cuentas oficiales, calcula que entre 2003 y 2012 el gasto corriente habrá sumado nada menos que 3,8 billones. Y, así, pasará de representar el 13,4% del PBI al 24,3%, una marca histórica .
El grueso de estos fondos fue a sostener las prestaciones previsionales y a bancar un sistema de subsidios indiscriminado y poco claro. Explicable lo primero, cuanto menos controvertido lo segundo.
Durante el mismo período, el gasto de capital acumulado ascendería a $ 486 mil millones. En relación al PBI, subirá del 0,6% al 2,8%. Así, la suma de los factores arroja 4,3 billones de pesos, o US$ 900.000 millones o dos PBI completos . Gran parte del gasto de capital va a inversión pública, lo cual suena útil y a la vez necesario. Claro está, siempre que se refleje en la ampliación y modernización de la infraestructura .
Un caso dramático que revela lo contrario fue la tragedia de Once y, a la par, el estado del sistema ferroviario. Antes de las privatizaciones y del “ramal que para, ramal que cierra” de Carlos Menem existían 35.000 kilómetros de redes ferroviarias. Al momento de la asunción del kirchnerismo se habían reducido a 18.000: ahora hay menos y deterioradas . Antes, era posible llegar en tren desde Buenos Aires a la mayoría de las provincias; ahora, sólo a Córdoba, Santa Fe y Tucumán. Y la ocupación cayó de 98.000 a 20.000 empleados.
El transporte de carga por ferrocarril, con grandes ventajas comparativas respecto del camión y considerablemente más barato, lleva hoy apenas el 5% de la producción nacional. Por camión viaja entre el 80% y el 85%. Por donde se mire, demasiadas desproporciones para un gobierno que había prometido recuperar los trenes . Y que, claramente a partir de 2005, destina una montaña de subsidios al transporte de pasajeros: con Aerolíneas incluida, $ 75.000 millones entre 2005 y 2011.
Desde fines del año pasado, en el Ministerio de Economía duerme un trabajo de especialistas que identifica una serie de deficiencias en la infraestructura, algunas que urgen soluciones.
Entre otras, cita, justamente, el fuerte desbalance en el transporte de cargas en contra del tren y a favor del camión, las dificultades para ampliar la capacidad vial y problemas críticos en ciertos tramos de las carreteras. También señala la vulnerabilidad de las exportaciones de granos y oleaginosos concretadas a través del río Paraná, los riesgos mismos de las vías navegables, los inconvenientes para recibir barcos de mayor porte y la saturación de los pasos fronterizos.
Dice otro especialista: “Con semejante cuadro, si la cosecha llega a 150 o 160 millones de toneladas no habrá por dónde sacarla. A este paso, estaremos ante una congestión monumental y eso puede pasar en pocos años”. Es posible agregar más al boletín de las deficiencias estructurales, pero ahí está, siempre presente, la crisis energética.
La producción de petróleo viene en picada desde 1998 y las reservas cayeron un 12% contra 2002. En el gas, corazón del sistema, la producción baja a partir de 2004 y las reservas se redujeron a la mitad respecto de las que había en 2002.
Y no es casual, entonces, que este año las importaciones energéticas puedan desbordar los US$ 10.000 millones, a pesar del estancamiento de la economía. Tampoco, que el gas natural y el licuado traídos del exterior para suplir el que aquí falta ya signifiquen un 25% del consumo interno . Con poco que se recupere la actividad productiva, la factura de divisas escalará varios peldaños en 2013.
Parte de la misma película es que entre 2005 y 2011 los subsidios al gas y la electricidad hayan ascendido a $ 114.400 millones. Que el número de refinerías sea prácticamente el mismo de hace diez años, mientras el consumo de naftas se triplicó desde 2007. O que, además, buena parte de las empresas del sector enfrenten un cuadro crítico, con fisuras ostensibles en la cadena de pagos.
A un lado y al otro del panorama completo saltan déficit y deterioro de la infraestructura. Y eso, que ya pone en jaque a cualquier proceso de desarrollo económico, también implica pérdidas fenomenales en el patrimonio del país .
Orientar el gasto público según un orden de prioridades acertado y puesto hacia el mediano y el largo plazo define, como pocas otras cosas, la calidad de las políticas de Estado .
La plata no es infinita sino, por definición, un bien escaso. El punto es que, pese a los $ 4,3 billones de estos años, a los grandes buracos estructurales que no fueron resueltos se les agregaron otros de porte. Consecuencia: cerrarlos saldrá carísimo y obligará a torcer el rumbo de la locomotora antes de que choque .
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