lunes, 13 de octubre de 2014

Inmigración: prescindir de hipocresías

Editorial I del diario La Nación
Nuestra gran cualidad de país hospitalario debe ser acompañada por el responsable control de las fronteras por parte del Estado argentino

Declaraciones hechas casi al pasar por el secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, sobre la conveniencia de expulsar a los extranjeros que cometan delitos, han levantado una polvareda insólita. Berni ha hablado en un contexto de auge inaudito de la delincuencia común y de desorden social: basta con un pequeño grupo de irresponsables para cortar las principales rutas del país y avenidas estratégicas de centros urbanos, o para apoderarse de espacios públicos o privados.

No tiene sentido abrir un debate sobre las afirmaciones de Berni. No ha hablado, en el fondo, de nada nuevo. Quien repase las cifras oficiales del Estado argentino sobre lo ocurrido en 2013 advertirá que fueron expulsados del país 347 extranjeros. La mayoría lo fue por aplicación de las leyes sobre tenencia y tráfico de estupefacientes, y del Código Aduanero. La siguiente causa, aplicada a 29 personas, fue el robo agravado, a la que siguieron motivaciones de orden diverso, todas concernientes al vasto campo delictual.

La hipocresía es mala consejera y, en casos como éstos, suele reposar sobre consignas de una sensiblería endeble, aunque aparatosa, en la que se invocan hasta grandes principios humanitarios; es la misma que en otros terrenos termina a veces en la exaltación elíptica del terrorismo y en la condena de la represión legal consiguiente. Gente que se cuidaría de entornar siquiera la puerta de sus casas a extranjeros convictos, es capaz de proclamar que la generosidad del Estado argentino debe hacerles un lugar incluso a aquellos que han traído consigo un ánimo probado en las acciones delictivas o han comenzado aquí por practicarlas, convirtiéndose así en elementos dañinos e indeseables para la convivencia pacífica de los habitantes.

Nadie puede dar lecciones de ningún orden a la Argentina en esta materia. En el derecho constitucional comparado continúa siendo un modelo de generosidad el artículo 20 de la madre de todas nuestras leyes. Estipula que "los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano". Y no se sabe de quienes estén dispuestos a conspirar en sentido contrario a tal sentimiento, expresado por la tradición argentina con fuerza constitucional, desde alguna de las grandes fuerzas democráticas del país.

A estas alturas, lo que la sociedad pide es que el Estado argentino actúe con responsabilidad en controlar en debida forma las fronteras nacionales. Que quienes lleguen lo hagan con la documentación suficiente para acreditar su verdadera identidad personal, que incluye el lugar de procedencia y los elementos probatorios que garanticen un comportamiento compatible con el orden legal interno. Esto debe ser ajeno a las consideraciones políticas, pero no a las especificaciones del Código Penal, aplicables a quienes habitan el país. La polémica desatada en las últimas horas por la supuesta presencia de un guineano aparentemente enfermo de ébola en nuestras fronteras requerirá de una exhaustiva investigación.

Sería un debate ocioso discutir si en esta década por otros tantos motivos perdida, el Gobierno cumplió con eficiencia o no aquella función de velar por un orden inmigratorio serio. Sólo la referencia al crecimiento abrumador del narcotráfico y a la constitución de bandas que asuelan tanto los grandes centros urbanos como las zonas rurales documentan lo sucedido en estos años. En ese sentido, las fallas del Gobierno han sido enormes, y alguna vez requerirán una investigación exhaustiva del daño inferido bajo su imperio, aun cuando de los datos de 2013 surge que ha habido un total de 347 inmigrantes expulsados de la Argentina. El primer lugar en este listado lo ocupan los españoles (59) y, a renglón seguido, los paraguayos (37), los peruanos (31) y los bolivianos (30), en tanto no figuran personas de nacionalidad colombiana.

También podría señalarse que, en las evaluaciones hechas bajo la esfera de las Naciones Unidas, se ha patentizado el grave deterioro de la cultura del trabajo y del estudio entre los argentinos respecto de otras nacionalidades de origen. Un pormenorizado y serio estudio comparativo hecho en el Gran Buenos Aires y la zona sur de la Ciudad Autónoma ha informado que, tanto por compromiso con la enseñanza impartida como en cuanto a comportamiento en clase, primero se ubican los chicos bolivianos, seguidos por los paraguayos, los peruanos y, cerrando las comunidades examinadas, los argentinos.

He ahí, pues, un motivo de alivio para los sectores que hayan visto con aprehensión que las corrientes migratorias mayoritarias vinieran en los últimos años de países latinoamericanos, y no de Europa, como sucedía en el pasado.

Aquellos datos anticipan, en principio, que los hijos de países próximos van a ayudar a elevar el nivel de conocimiento, al menos entre los sectores más humildes de la población, pues los argentinos han demostrado mayor atraso que ellos.

Somos un país de mestizos, nadie lo niegue, y es motivo de orgullo una interrelación que ha hecho posible la convivencia pacífica de dos grandes comunidades, tan enfrentadas en el Medio Oriente, como las originadas entre árabes católicos y musulmanes, por un lado, y judíos, por el otro.

La cuestión inmigratoria merece elevar el debate, no rehuirlo por temor a la exposición de tesis que resulten insatisfactorias, o peor, susciten equívocas interpretaciones. Tanto este diario en 1881, bajo la influencia directa de Mitre, como Sarmiento, abogaron porque el Estado argentino contribuyera con sus decisiones y aportes a robustecer las que ya eran las corrientes mayoritarias por vía de la inmigración europea. No descalificaban a ningún pueblo, pero pugnaban por una cohesión básica de la sociedad argentina en tiempos en que todavía se estaba articulando la Nación, contrariamente a la opinión, por cierto que respetable, de quienes los han criticado. Hoy mismo, el artículo 25 de la Constitución de 1853

Entre 2004 y 2014 se iniciaron 2.038.978 solicitudes de radicación en el país; 1.860.876 han sido resueltas, de una u otra manera, favorablemente. La mayoría son paraguayos (40%), bolivianos (25%) y peruanos (14,5%); después, figuran los colombianos (3,7%). Son cifras importantes en relación con los poco más de 40 millones de habitantes de la Argentina. Con todo, no está en el número, sino en el derecho a la fiscalización legal que tiene todo país sobre entradas y salidas, donde ha de centrarse la atención pública y, muy especialmente, la de las autoridades competentes.

Se trata, en definitiva, de no perder nuestra gran cualidad de país hospitalario, que creció bajo el lema alberdiano "Gobernar es poblar". Con políticas públicas inclusivas, pero con garantías para la seguridad de todos los habitantes, incluidos los de las más recientes corrientes inmigratorias, y sin las hipocresías que tanto daño han hecho a la República. Sobre todo en el siglo XXI..

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