sábado, 13 de agosto de 2011

Dónde está hoy la izquierda

Por Luis Alberto Romero para LA NACION
Hace poco me referí a un intelectual como un "hombre de izquierda", y un joven colega me preguntó si se trataba de la "izquierda kirchnerista" o "de la otra". Pensé contestar que "izquierda kirchnerista" era un oxímoron, una contradicción en los términos, pero me contuve: al fin, cada uno tiene el derecho de acomodar las clasificaciones corrientes.

El problema está en la clasificación misma. La de "izquierda" y "derecha" divide el complejo mundo de la política en dos opciones únicas y excluyentes, inmutables aunque sus contenidos cambien, y asociadas con un sentido y un final atribuidos a la historia. Progresistas y conservadores conforman un esquema y una teleología, adecuados para creencias o convicciones, problemáticos para compartir su sentido e inútiles para comprender lo que pasó y lo que pasa.

Su origen es casual. Designó simplemente el lugar donde se sentaban dos grupos de la Asamblea de la Revolución Francesa: los radicales a la izquierda y los moderados a la derecha. El esquema se impuso y constituye desde entonces el punto de apoyo de cualquier relato político. Se reconocen infinidad de subespecies, y hasta un híbrido "centro", pero siempre remiten a la distinción binaria principal. Antes de la Primera Guerra Mundial sirvió para diferenciar a liberales de conservadores y, en general, las cuestiones en debate podían ser alineadas en esos términos. Quienes miraban las cosas en particular señalaron frecuentemente la inadecuación del esquema, aunque prefirieron culpar a la gente, que no se comportaba como debía hacerlo.

En 1890, los liberales de Viena, convencidos de ser la izquierda progresista y sensata, lamentaban ser atacados por un movimiento popular, radical, nacionalista, antijudío y dirigido por un aristócrata. Izquierda y derecha mezcladas; un completo contrasentido. Por entonces el politólogo Mijail Ostrogorski lamentó similares contrasentidos de los políticos ingleses: los liberales eran imperialistas; los conservadores, populistas, y los laboristas, partidarios del comercio libre.

El comunismo soviético y el fascismo revitalizaron la idea de una confrontación esencial entre izquierdas y derechas, ignorando los múltiples puntos de contacto entre ambos. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, los Estados de bienestar, los movimientos anticoloniales y la Guerra Fría hicieron mucho más complejo el escenario y las opciones, pero no declinó la voluntad de agruparlas en ese lecho de Procusto. Los cambios de finales del siglo XX están demasiado cercanos para que necesitemos recordar, por ejemplo, el desconcierto que producen en la izquierda las figuras de Tony Blair o Felipe González.
En la política argentina, con sus dos grandes movimientos nacionales y populares, identificar a derechas e izquierdas nunca fue fácil. El peronismo fascinó a muchos izquierdistas, pero no al punto de considerarlo de izquierda. En los años 60 y 70 se instaló otro eje, que cruzaba ambos campos: el método de la violencia asesina. En 1983 se estableció un nuevo escenario, firmemente basado en la democracia y los derechos humanos, que mantuvo acotadas las tendencias o divergencias. Dentro de ese acuerdo, las posturas progresistas, que se denominaron de centroizquierda, se caracterizaron por asociar la democracia con la equidad social, garantizada por un capitalismo serio y un Estado robusto.
Esta propuesta progresista chocó pronto con la realidad de un país profundamente transformado, que emergió en 1989. Una sociedad polarizada, un vasto mundo de la pobreza, un Estado desarticulado, agobiado por la deuda externa y exprimido por los grupos de interés que lo colonizaban.

En los años 90 esta realidad se impuso y redefinió la división entre derechas e izquierdas. La "derecha neoliberal" -básicamente peronista- impulsó políticas de reforma y achique del Estado que en lo inmediato consolidaron el mundo de la pobreza. Las impuso un poder presidencial acrecido, que descartó los controles institucionales y reforzó el prebendarismo y la corrupción. Otros cambios, como una parcial racionalización del Estado o una mejora en la eficiencia del agro o las industrias exportadoras, no fueron percibidos o valorados. Por entonces, el progresismo de izquierda encontró un cómodo espacio de coincidencia, que incluyó a los afectados por la gran transformación y a sus críticos políticos; entre ellos, unos cuantos peronistas. Las diferencias eran secundarias. Cualquiera sabía dónde estaba la izquierda.

En este siglo, con el kirchnerismo, los tantos ya no están claros. La prosperidad económica -un don imprevisto- ha cambiado mucho las cosas. El Estado salió de sus aprietos y el Gobierno pudo estabilizar la economía y disponer de amplios recursos para consolidar su poder y apaciguar el mundo de la pobreza, que, sin embargo, permaneció irreductible. Nada muy distinto de los años 90. Tampoco cambiaron mucho los gobernantes. La diferencia está sobre todo en su discurso. Kirchner atacó el "neoliberalismo", proclamó un populismo de izquierda que emparentaba con el de 1973, construyó con palabras una derecha que alternativamente centró en la oligarquía, los monopolios, los grandes medios o los destituyentes, y negó la posibilidad de posturas intermedias.

Políticas muy tradicionales fueron envueltas en los tópicos del nacionalismo populista, sensible para parte de la tradición de izquierda. Los subsidios al consumo fueron presentados como crecimiento del mercado nacional; los subsidios a la pobreza, como inclusión; la prosecución de los juicios a los represores, como política de derechos humanos. La proclamada recuperación del Estado consistió en la injerencia discrecional del Gobierno y la promoción de nuevos prebendados a través de la reestatización de empresas privatizadas en los 90. Esta combinación produjo desconcierto: ¿la izquierda es hoy el kirchnerismo? Quienes conformaban en los 90 el progresismo de centroizquierda están hoy divididos, y confrontan duramente, reclamando cada uno la bandera de la izquierda.

Quizá convenga dejar de lado esta distinción, casi metafísica, y ordenar las cuestiones que enfrentan a ambos sectores. No son exclusivas de la izquierda, pues las alternativas dividen a casi toda la ciudadanía. En mi opinión, el principal punto de clivaje separa a quienes toman como referencia la propuesta política de 1983 y quienes se identifican con la profunda revisión de esa propuesta en 1989.

Para los primeros, la democracia está asociada con las instituciones, el equilibrio de poderes y el pluralismo. Para los segundos, la lección de 1989, ratificada en 2001, legitima la concentración presidencial del poder y la subordinación de las formas institucionales a las políticas de emergencia que solucionen los problemas del pueblo. Respecto de los derechos humanos, los primeros encadenan los juicios a los represores con la consolidación del Estado de Derecho. Los segundos unen ese castigo con la reivindicación de la militancia de los años 70, su gesta, sus proyectos y también sus métodos. No es fácil decir dónde está la derecha y la izquierda.

El otro gran clivaje se refiere al Estado. Hoy su necesidad e importancia no es discutida. Pero unos la entienden en términos de políticas de Estado, apuntaladas por un Estado institucional, eficiente, regulador y regulado, que establezca reglas y las sostenga. Los otros subordinan el Estado a un gobierno cuya plebiscitada legitimidad lo autoriza a ajustar las normas a las necesidades de la coyuntura. "Las normas están hechas para ser violadas", dicen sus intelectuales; "salvo la ley de la gravedad, todo se arregla", se repite en sede popular. Nada muy distinto de los años 90.

Hay muchas otras cosas en debate, cada una con sus especificidades y alineamientos cambiantes: la pobreza, la educación, la seguridad, la libertad de expresión y tantas otras. De un modo u otro remiten a estas dos maneras de entender la política y el progreso.

Volvamos a la clasificación. Aunque tengo una opinión acerca de cuál de estas alternativas puede reclamar legítimamente pertenecer a la tradición de izquierda, no creo que sea una discusión relevante. Parece mucho más productivo discutir sobre cuestiones y no sobre banderas: qué tipo de gobierno queremos, qué tipo de Estado, qué tipo de capitalismo, qué tipo de políticas sociales. Sean de izquierda o no.

© La Nacion.

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