Decenas de miles de evacuados que todo lo pierden, caminos intransitables, rutas vitales cortadas, servicios básicos interrumpidos, hectáreas productivas anegadas y, por tanto, inutilizadas. Esos datos representan apenas una pequeña porción del desastre que arroja por estas horas la radiografía del Litoral de nuestro país, afectado por lluvias muy intensas y prolongadas.
Adjudicar esa catástrofe solamente a los devastadores efectos del cambio climático es no comprender la magnitud de lo que ocurre. Sin dudas, las arrasadoras consecuencias climáticas y atmosféricas de las recurrentes fases conocidas como corriente de El Niño y de La Niña son parte importante de la explicación, pero en el caso de nuestro país, ese fenómeno tiene como grosero sustento para provocar semejante daño muchas décadas de ominosa desinversión en infraestructura y la ausencia de un imprescindible plan hídrico integral.
En esta oportunidad, más de 30.000 personas resultaron afectadas por las inundaciones en el Litoral, de las cuales unas 10.000 debieron abandonar sus hogares. En rigor, la extensión geográfica afectada es mucho más amplia, pues incluye las provincias de Entre Ríos, Corrientes, Santiago del Estero, Formosa, Santa Fe, Chaco, Córdoba, La Pampa y parte del territorio bonaerense.
Afortunadamente, como siempre ocurre en este tipo de episodios, la ayuda individual, de organizaciones no gubernamentales, de fundaciones como la Red Solidaria (www.redsolidaria.org.ar) y de entidades religiosas como Cáritas (www.caritas.org.ar/emergencia), sobreviene rápida y es invaluable. Miles de voluntarios recorren los lugares afectados y dan alimento y cobijo a los evacuados. Los gobiernos municipales, provinciales y nacional han puesto también en funcionamiento los andamiajes institucionales previstos en situaciones de catástrofe. Pero en todos esos casos se está actuando ante la emergencia. Falta hacerlo en la prevención, y ésa es una tarea que no debe demorarse. No podemos vivir en una urgencia permanente, sin soluciones de fondo.
El año pasado, como consecuencia de fuertes precipitaciones en la provincia de Buenos Aires, que provocaron el anegamiento de extensas zonas, se sancionaron leyes, se encararon planes crediticios para que los afectados pudieran empezar a recuperar lo perdido y se declararon zonas de catástrofe de modo de que se eximiera, entre otras medidas, del pago de impuestos o se postergara su cobro a quienes resultaron perjudicados por las inundaciones.
Esos actos constituyeron la respuesta habitual a un hecho episódico, perseverante, que de tanto reiterarse pareciera que se está transformando en "normal". Sin embargo, no parece haber más grande anormalidad que aquello que, sabiendo que algo dañino va a ocurrir, no se trabaja para prevenirlo. Anormalidad, pero también desidia.
Muy pocos casos resultan tan gráficos y al mismo tiempo tan violentos para el entendimiento del común de la gente como el de los estragos que producen las inundaciones. No son una fatalidad ni producto de un accidente. Es menester estar preparados, porque no van a desaparecer. Muy por el contrario, el desbarajuste climático prenuncia su inevitable repitencia, y cada vez con mayor asiduidad e intensidad.
Entonces, de poco sirven los lamentos posteriores a estas tragedias que, como ocurrió en la ciudad de La Plata hace tres años y para esta misma época, llegan a cobrarse decenas de vidas. Tampoco solucionan los problemas los parches económicos. Quienes han pasado por la desgracia de haber perdido a seres queridos, de haber quedado a la intemperie, de perder los bienes conseguidos con mucho esfuerzo, de desvanecerse sus fuentes de ingreso y ver heridos de muerte los recursos productivos que les garantizan su subsistencia no merecen seguir condenados a la angustia de que, aunque se comience de nuevo, todo puede malograrse nuevamente.
Es más: existe una infinidad de estudios que dan cuenta de que el fenómeno de las inundaciones, más allá de su perjuicio puntual, causa daños a mediano y largo plazo en las zonas damnificadas. Cuando una crecida permanece por mucho tiempo sobre los niveles de alerta y evacuación, las complicaciones se multiplican y la vuelta a la normalidad no siempre resulta posible.
Pensar un plan hídrico integral y ponerlo en práctica de una buena vez es urgente, pero no el único objetivo al cual estar atentos. Es sabido que en muchos casos las inundaciones tuvieron que ver con urbanizaciones descontroladas en lugares desaconsejables, lo que atenta contra el normal desarrollo de los ecosistemas. En otros casos, la existencia de canales y terraplenes clandestinos ha sido determinante para el devenir de las crecidas.
Al igual que en todos los temas que incumben a la vida humana, a la convivencia en una comunidad y al respeto de sus reglas, es necesario ampliar la mirada, promover la toma de conciencia y actuar con seriedad. No debemos pensar en que la naturaleza vendrá a socorrernos, sino en cómo preservarla y preservarnos nosotros mismos ante sus reacciones.
Como sociedad, debemos comprometernos todos a prevenir lo máximo posible los efectos de eventuales catástrofes y reclamar a los Estados que cumplan con su deber planificando y ejecutando políticas públicas que vayan mucho más allá de la emergencia.
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