Por Alcadio Oña - Diario Clarín
El kirchnerismo se jacta de haber terminado con el Estado bobo, que dejaba hacer sin controlar nada y sólo existía para satisfacer los intereses de los grupos económicos concentrados. Aunque no queda muy claro en qué rubro figura el actual, lo cierto es que en la Argentina nunca hubo un Estado ni un gasto público de dimensiones parecidas a las de estos años.
Hay algunas magnitudes que asombran: Entre 2003 y 2012, la recaudación tributaria nacional aumentó, a valores corrientes, 840%.
La presión impositiva de la Nación escaló a niveles récord: medida en la relación al Producto Bruto Interno, creció 52% desde que el kirchnerismo llegó al poder.
De 2005 a 2012, las retenciones a las exportaciones del complejo sojero le dejaron al Estado $ 135.600 millones. Puesto en pesos de hoy, o sea, incorporando la inflación pasada, el gasto acumulado durante la era K asciende a $ 4,3 billones. Equivale a 900.000 millones de dólares y a dos PBI completos.
Desde 2006, también con la inflación incorporada, el Tesoro Nacional exprimió la caja del Banco Central en unos $ 400.000 millones.
Habría más para el mismo boletín, como el uso abundante y también peligroso de los fondos del sistema previsional estatizado. Pero lo que está a la vista alcanza para mostrar el espacio en el que se ha movido el Gobierno, uno inigualable, que provocaría la envidia en varios que lo precedieron.
El dinero asoma por todas partes. El punto es si semejante montaña de recursos fue o es usada de un modo eficiente, perceptible en hechos concretos, transparente y sin focos de corrupción.
Podrá afirmarse que en La Plata y en la Ciudad de Buenos Aires hubo un diluvio pocas veces visto. Pero al mismo tiempo resulta inevitable preguntarse ¿donde estaban el Estado y las obras que al menos pudieron haber mitigado la catástrofe? Por lo que se vio, en ningún lugar. Cada uno carga con su propia culpa, pero la Nación no tiene manera de gambetear la parte que le toca.
Cálculos privados señalan que resolver el problema de los arroyos Vega, en la Ciudad, y El Gato, en la Provincia, saldría menos de US$ 200 millones. En 2012, el Estado gastó más del equivalente a US$ 300 millones diarios.
¿En qué categoría entra un Estado –el Gobierno, en realidad– que perdió el autoabastecimiento energético y quedó sumergido en una crisis estructural de la que costará salir? Sólo en los dos últimos años, se consumieron casi 20.000 millones de dólares en importar gas, combustibles y hasta electricidad para cubrir lo que aquí dejó de existir. Y al paso que van, en 2013 podrían agregarse cerca de US$ 15.000 millones a la cuenta.
Si este no es un Estado bobo, el desenlace revela cuanto menos la impericia de los funcionarios que lo administran. Otro tanto pasa con los cortes de luz recurrentes, el quebranto de las compañías distribuidoras y los meses cuando el gas escasea. Ya suena a un juego demasiado conocido descargar responsabilidades sobre otros.
¿Donde encajaría una tragedia como la de Once, que costo 51 muertes? No es necesario romperse la cabeza: en el mismo sitio que la crisis energética.
Según estudios privados, durante estos años y empujada por el sector público, la inversión real directa en el transporte se triplicó respecto de los 90. Pero un magro porcentaje fue al sistema ferroviario de pasajeros: alrededor del 80% aterrizó en la red de carreteras nacionales.
Ventaja para camiones y micros.
Esa relación desigual queda al descubierto en el estado de los trenes, las vías y las estaciones: finalmente, en el deterioro de la calidad de los servicios.
Desde 2005, la contraparte del congelamiento tarifario fue acumular una masa de subsidios tan impresionante como insostenible. Con la energía y el transporte siempre a la cabeza, manejada entre el Gobierno y las empresas, hasta el año pasado representó nada menos que $ 338.000 millones. Cuesta llamar política planificada a este modelo indiscriminado de utilizar los fondos públicos.
Tampoco da como para encomiar que 3 de cada 10 argentinos aún carezcan de cloacas y agua por redes. Están expuestos a contaminación y a enfermedades y, por si no se sabe, pertenecen a las capas más pobres de la población.
La lista puede seguir con las regiones sin gas domiciliario, el déficit habitacional y la calidad de algunas prestaciones telefónicas. Y los costos no se miden sólo en dinero: en muchos casos, significan pérdida de patrimonio nacional.
Y así la caja ya no sea la misma, un Estado poderoso en plata deja otros réditos. Bien conocido, uno es el de captar voluntades políticas o someter a situaciones de asfixia financiera a gobernadores más o menos díscolos, tal cual pasa hoy con Daniel Scioli.
También permite que bajo el paraguas de los recursos públicos crezcan organizaciones adictas. Claramente La Cámpora, que cada vez cuela más gente en puestos rentados del Gobierno, aunque tenga poco para mostrar por abajo: lo prueba la derrota en Santa Cruz, el territorio de los Kirchner, a manos del gobernador Daniel Peralta, otro mandatario puesto a dieta por la Casa Rosada..
Después de diez años, el modelo K deja al descubierto agujeros enormes en la infraestructura. “Sería necesario duplicar la inversión, para llegar a los estándares alcanzados por naciones con similar desarrollo relativo”, dice un especialista.
El problema es que luego de gastar mucho sin que se note demasiado en obras esenciales, ahora el Gobierno anda flojo de recursos y, encima, tiene cerrado el financiamiento externo, hoy barato, y dificultades en los organismos de crédito internacionales.
Nada que no sea el resultado de un modo de hacer política.
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