El taxista paquistaní no sabía cómo era ni dónde quedaba Italia y
le preguntó a Umberto Eco: “¿Quiénes son los enemigos de ustedes?” El
escritor explicó que, desde hacía siglos, Italia no estaba en guerra con
nadie. El taxista no entendía.
¿Cómo era posible que un pueblo no tuviera enemigos?
Dice
Eco que, apenas se bajó del taxi, se arrepintió de su respuesta. “No es
verdad que los italianos no tengamos enemigos. No tenemos enemigos
externos, o no logramos ponernos de acuerdo para decidir quiénes son,
porque estamos siempre en guerra entre nosotros mismos”.
Tiempo después, en la Universidad de Bolonia, Eco dio una conferencia titulada “Construir el enemigo”. Había descubierto que,
a menudo, “para definir la propia identidad” hace falta “tener un enemigo”. O varios, como el taxista, que odiaba a indios, israelíes y armenios.
El
que duda de su identidad “elige como enemigo a cualquiera que no
pertenezca a su grupo con tal de reconocerse a sí mismo”. Es por eso
que “cuando el enemigo no existe”, le resulta imperioso “construirlo”.
Juan
Domingo Perón –erigido en los 50 en Enemigo Público Nº 1 y víctima de
una proscripción que duró dieciocho años– era, él mismo, un gran
constructor de míticos monstruos. Sostenía que el mundo estaba “manejado
desde las Naciones Unidas” por “la sinarquía internacional”, en la cual
involucraba al “comunismo, el capitalismo, el judaísmo, la masonería y
la Iglesia Católica, que si le pagan entra”.
El actual gobierno es más puntual que su antepasado. Construye enemigos coyunturales,
en algunos casos usando pedazos de verdad; en otros, forjándolos. Así
fueron apareciendo, en los últimos años, varios demonios:
El campo, que intentó “desestabilizar a la Patria”.
La prensa crítica, que es una “corporación” corrupta, al frente de un infame “monopolio”.
Los “fondos buitres”, que “generan dolor y tristeza”.
El arzobispo Bergoglio, que pretendía llevar “a la Argentina a tiempos medievales” e instaurar “la Inquisición”.
La Justicia, que “le ata las manos al Estado” con el fin de dar un “golpe institucional”.
El Presidente de la Corte Suprema, que tiene “ambiciones presidenciales” y no deja su cargo.
Las consultora privadas, que “inventan” cifras de inflación para “aterrorizar” al público.
Los especuladores, que van a las “cuevas” a convertir su “dinero negro” en dólares.
La relatora de Naciones Unidas sobre Justicia, que se “entrometió” en asuntos internos “con clara parcialidad”.
Fabricar demonios, o aprovecharse de los que se ha ganado, permite que el Gobierno eclipse errores y fracasos.
Los
opositores no necesitan más que un enemigo –el propio Gobierno–, pero
la mayoría de ellos no sabe cómo usarlo. La mayoría de ellos le grita,
lo insulta, promete destruirlo, pero por ahora sólo le asesta unas pocas
piedras.
Tanto el Gobierno como sus detractores deberían aprender que la confrontación no es siempre eficaz.
Es
cierto: los enemigos no sólo proveen una entidad sino que permiten
galvanizar a los partidarios, porque es más fácil luchar contra un
demonio que defender proyectos.
Sin embargo, el mecanismo no
siempre funciona. El gobierno de Richard Nixon, en los Estados Unidos,
elaboró “listas de enemigos” con el fin de difamarlos y causarles daños
políticos o económicos. La primera lista, preparada por los consejeros
presidenciales Charles Colson (llamado “el hacha de Nixon”) y John Deen
III, se limitaba a 20 oponentes, incluyendo la cadena CBS de televisión y
el actor Paul Newman. Le siguieron listas mucho más largas y Deen fue
haciendo un digesto de todas ellas, dividiendo a los enemigos en
categorías y grados de “peligrosidad”. Los incluidos en las listas
negras de Nixon fueron sometidos a calumnias y persecución impositiva;
las corporaciones sospechadas sufrieron, además, limitaciones
arbitrarias que entorpecieron sus actividades.
El investigador Robert L.
Perry estudió el fenómeno y asegura que
fue la construcción de tantos enemigos la que “creó una atmósfera envenenada y dio origen al escándalo de Watergate”.
En
ese caso, los ataques a los medios, el hostigamiento impositivo y las
restricciones a las empresas fueron medidas contraproducentes.
Terminaron, así es, en un escándalo.
No deberíamos seguir, en la Argentina, el mismo camino.
El
país clama a gritos una dirigencia con la visión y la honestidad
necesarias para emprenderla contra nuestros verdaderos enemigos.
La pobreza, que desnutre, humilla y frustra.
La ignorancia, que hace creer en hechiceros y hechiceras.
La violencia, que mutila y mata.
La inseguridad, que amenaza y paraliza.
La injusticia, que premia el horror y castiga la inocencia.
La corrupción, que degrada y nos degrada.
La droga, que corroe cuerpo y alma.
El narcotráfico, que destruye poco a poco el tejido social. Es contra esos demonios que se debe luchar.
Hacerlo
implica emprenderla contra las causas. A veces (es cierto) eso requiere
desarticular a sectores de la sociedad que crean o se aprovechan de
algunos de esos males. Pero hay gran diferencia entre esa tarea y la
pugna con enemigos que se construyen para distraer la atención, ocultar
la falta de ideas y exaltar a los seguidores.
Las batallas contra
tales monstruos, imaginarios o agigantados, tendrán ocasionales
vencedores. Pero la guerra puede terminar, cualquiera sea el Pirro que
se crea triunfador, en el infortunio de todos. En el campo de batalla
quedarán (o acaso ya estén quedando) semillas que dan lugar a los peores
sentimientos.
El indeseable fin de toda conflagración artificial
fue sintetizado por George Orwell en una perturbadora metáfora: “Un
momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa
máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran pantalla situada al
fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía a uno rechinar los
dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio”.