Por Joaquín Morales Solá - LA NACION
Nunca, como ayer, Leopoldo Moreau fue tan parecido a Luis D'Elía. En lugar de ocupar una comisaría, le quitó el micrófono y amenazó con pegarle al presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó. Cruzó una línea roja del sistema democrático.
El debate, duro a veces, pero nunca físicamente violento, es un atributo del parlamentarismo en las naciones civilizadas. Ese era el único símbolo que le faltaba romper a Moreau en su vida de trashumante político. Ayer se convirtió en un referente del antisistema. Le sacó al presidente de un cuerpo parlamentario la única herramienta que tiene para controlar una sesión, que es el micrófono. Un golpe en toda la regla.
Sin embargo, eso no fue lo más grave que pasó ayer. El Gobierno tuvo, le guste o no, el primer traspié importante en la resolución de leyes cruciales para su programa económico. Anoche frenó a última hora la decisión de sacarlas por decreto de necesidad y urgencia.
El lunes volverá a intentar que sean aprobadas por el Congreso. Había tropezado en la tarde de ayer con una alianza no tan extraña ni tan inesperada: el kirchnerismo, el massismo y la izquierda trotskista. Todos se abrazaron al final de una sesión que debió ser levantada porque la aprobación de las leyes se estaba quedando sin votos. No porque esos votos se fugaran hacia el rechazo de los proyectos, sino porque los diputados peronistas que representan a los gobernadores se estaban yendo del recinto.
Sergio Massa volvió a mostrar su oportunismo en una actitud claramente demagógica. La izquierda había enloquecido el espacio público de la Capital durante dos días de furia y el kirchnerismo, apoyado por el massismo, llevó el alboroto al recinto de los diputados.
Frustró con métodos patoteriles el desarrollo de la sesión. ¿Novedad? Ninguna. Al kirchnerismo y la izquierda (¿ahora también al massismo?) les da lo mismo estar dentro o fuera del sistema. ¿O no fue eso, salir y entrar del sistema, lo que hizo el cristinismo durante gran parte de su gestión en el gobierno?
Lo más notable del caos institucional de ayer es que el Gobierno contaba con los votos necesarios para aprobar las reformas. Contaba con ellos hasta que la batahola se fue llevando a los diputados peronistas que responden a los gobernadores.
La más eficaz para lograr esa fuga fue la massista Graciela Camaño, que los miró a los que se quedaban y les gritó: "Levántense peronistas traidores". Moreau consumaba el golpe contra la presidencia del cuerpo, acompañado por otros cristinistas y por la izquierda.
Gabriela Cerruti se paseaba entre las diputadas mujeres que iban a votar el proyecto, y las exhortaba a abandonar el recinto. No hubo un lobo solitario; hubo una estrategia para derrumbar la sesión en la que perderían los que terminaron ganando.
El Presidente estuvo a punto de firmar un decreto de necesidad y urgencia luego de que los gobernadores les aseguraran a sus ministros que los votos de ellos estaban, pero sólo teóricamente.
Eran votos emocionalmente positivos, pero con final incierto. Ningún gobernador descartó que la inercia del conflicto en el recinto no repitiera las escenas de ayer y que, por lo tanto, otra sesión volviera a frustrarse. Esas palabras salieron de los gobernadores peronistas buenos. Los otros (Carlos Verna y Gildo Insfrán, por ejemplo) ya habían abandonado el barco hacía rato. La cima del oficialismo pensó en el decreto ya no como una solución al problema fiscal. Fue una posible decisión institucional. "Es la autoridad del Presidente la que está en discusión", dijeron anoche a su lado.
Hay un aspecto institucional, gravemente implantado desde ayer, y hay también un costado político. Este señala que la fragmentación del peronismo es más profunda que lo que cualquiera imaginaba. No quedó un solo liderazgo en pie. En ese mundo sin dioses, Cristina Kirchner estuvo en condiciones de asestarle al sistema y a Macri un doloroso golpe.
Los gobernadores peronistas son una coalición invertebrada en la que los mandatarios más serios (Schiaretti, Urtubey, Uñac) tienen problemas para imponerse a los más irresponsables. Y encima, sus diputados son sensibles a los aprietes del peronismo cristinista y de la izquierda trotskista.
También la CGT es un satélite del peronismo igualmente fracturado. Los dirigentes sindicales se pasan la vida dialogando con el Gobierno. El Gobierno los ha hecho felices entregándoles importantes recursos para las obras sociales. Pero ningún dirigente sindical está en condiciones de resistir la presión de la calle o de ignorar la coacción de la izquierda.
El Gobierno ha cometido algunos errores. Debió plantear públicamente desde el principio cómo serían los aumentos salariales de los jubilados y reconocer que había un período de inflación de tres meses de este año (el último trimestre) que debía ser compensado en marzo.
El último aumento fue en septiembre. El próximo aumento será en marzo. Los incrementos serán trimestrales desde entonces. El aumento de marzo comprenderá los meses de enero, febrero y marzo. Quedaría en el vacío la inflación de octubre, noviembre y diciembre de este año, que sumará cerca de un 5 por ciento.
Elisa Carrió le había sacado a Mario Quintana, vicejefe de Gabinete, el compromiso de que en marzo habría un bono extra compensando esa diferencia. Pero el Gobierno no lo quería decir para no alentar las expectativas inflacionarias. Al final fue la propia Carrió la que anunció ayer la compensación en medio del violento fárrago de la sesión de Diputados.
El problema del sistema jubilatorio es que durante el mandato de Cristina Kirchner se duplicó el número de jubilados (pasaron de casi cuatro millones a ocho millones, la mitad sin aportes o con aportes muy parciales). Ese monumental aumento significó una grave afectación para los jubilados que aportaron durante toda su vida.
El cristinismo no dice nada del enorme desbarajuste que armó con los jubilados. Prevalece la demagogia del populismo más tosco. Es cierto que las distintas crisis económicas que vivió el país (hiperinflación, default, recesión, depresión, inflación alta) dejó a muchos argentinos sin trabajo y, por lo tanto, sin la posibilidad de aportar. El Estado debió buscar una fórmula para resolver esas situaciones sin comprometer los fondos de la Anses. La situación actual indica que cualquier decisión sobre los salarios de los jubilados requiere de una cantidad enorme de dinero en un país con un déficit ya insostenible.
Los gobernadores, peronistas y no peronistas, tienen sus números atados al acuerdo fiscal, que se caería si se derrumbara todo el paquete económico. Una nueva ronda de consultas por parte de ministros, anoche, les sacó a los gobernadores el compromiso de que intentarán que sus diputados sancionen el proyecto más allá de la estrategia cristinista.
Haber frenado en el instante final el decreto de necesidad y urgencia fue una decisión acertada. Hubiera existido un eventual problema jurídico y, además, la calle se hubiera tornado inmanejable para el Gobierno con los estrépitos de la izquierda, el kirchnerismo y ciertas franjas de sindicalismo. La opción que tenía la administración de Macri no era buena: o confiaba en un nuevo intento parlamentario, siempre frágil en las condiciones de sublevación cristinista, o se adentraba en un camino oscuro (el del decreto de necesidad y urgencia), sin garantías de que tuviera una salida digna.