Por Carlos Pagni | LA NACION
Veinticinco años después del comienzo del derrumbe, el Muro de Berlín terminó de caer ayer en Cuba. El restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos apagó el último rescoldo de la Guerra Fría.
Entender esta novedad exige observar distintos tableros. Es el punto de partida de un reacercamiento de Washington a América latina, en un momento en que otras potencias, como China, elevan su perfil en la región. Es el paso más largo que haya dado el régimen de los Castro hacia la liberalización de su economía, que coincide con la crisis de su gran aliado, el chavismo, víctima de la caída del petróleo.
Es el reconocimiento norteamericano a los invalorables servicios cubanos a la pacificación de Colombia. Es el primer gran triunfo diplomático del papa Francisco en su propio continente, que permite olvidar la frustrante mediación entre el gobierno y la oposición venezolanos. Y es una de las dimensiones de ese regreso hacia sí mismo que Barack Obama ha emprendido desde que la derrota electoral comenzó a liberarlo de la carga del poder.
Visto en la perspectiva del corto plazo, el reencuentro entre Estados Unidos y Cuba cambiará la dinámica de la VII Cumbre de las Américas, que se celebrará en Panamá el próximo 10 de abril. Desde que el presidente anfitrión, Juan Carlos Varela, invitó a Raúl Castro a la reunión, Obama comenzó a correr el riesgo de participar sólo para dar explicaciones. Un récord que ya batió George Bush en Mar del Plata.
Ayer se modificó ese panorama. Después de reconocer que la estrategia de aislar a Cuba estaba equivocada, la Casa Blanca anunció una reducción drástica del embargo dispuesto hace 50 años, lo que significa una corriente de personas, comercio e inversión que cambiarán la fisonomía de la isla. El giro se basó en la premisa según la cual no hay democracia sin mercado. En el discurso de ayer, que acaso sea uno de los más trascendentes de toda su gestión, defendió el argumento de que no existe método más eficaz para democratizar una sociedad que independizar a los ciudadanos del asfixiante peso del Estado, expandiendo su capacidad de decisión. Con esa concepción Obama interpelará a los líderes populistas que irán a Panamá, donde habrá una representación importante de la sociedad civil cubana. Y también desafiará a la oposición conservadora de su país, para la que deponer el embargo es ceder ante la dictadura castrista. El republicano Marco Rubio fue ayer el vocero de esa tesis.
Ayer, desde la oficina de Roberta Jacobson, la subsecretaria para las Américas del Departamento de Estado, monitorearon la reacción que produjo la noticia no sólo entre los gobernantes de la región, muchos de los cuales participaban de la cumbre del Mercosur en Paraná, sino también en las redes sociales. La curiosidad va más allá de la preparación del encuentro panameño. Obama confesó que, al aliviar el bloqueo, pretende remover uno de los rasgos más antipáticos de la política exterior de su país frente a América latina.
Esa introspección no se produce en el vacío. La conversación entre Obama y Castro coincide con el derrumbe en el precio del petróleo, que pone en tela de juicio la protección venezolana sobre Cuba. El aumento de las remesas trimestrales a la isla de 500 a 2000 dólares es un maná imprescindible para el régimen. El chavismo gravitó en el Caribe gracias al envió de 500.000 barriles diarios de un crudo 60% más barato que el que se adquiere en el mercado. Esa donación, de la que Cuba es beneficiaria junto a otros 13 países, ahora es inviable. Tal vez por eso Estados Unidos ofrecerá un programa de energías renovables en ese vecindario.
La crisis de Venezuela ofrece también un marco simbólico a la jugada norteamericana. Es decir, corrobora la confesión de Eduardo Galeano. El autor de Las venas abiertas de América latina dijo que esa fue escrita sin conocimiento de la economía y la política. Es el libro que Chávez le regaló a Obama.
La tormenta venezolana es la escena de otros movimientos. Hace 15 días todo el gabinete económico de Nicolás Maduro viajó a Pekín para acordar un trueque de divisas por activos petroleros y mineros. Rafael Correa ya había apelado a ese remedio. Y Cristina Kirchner va en la misma dirección. En los 18 meses que lleva como presidente, Xi Jinping ya visitó dos veces la región. Vladimir Putin también se está acercando. En julio pasado los dos visitaron La Habana.
El reingreso de los Estados Unidos a la diplomacia regional por la puerta de La Habana es una respuesta a estas iniciativas. Pronto habrá otras. Por ejemplo, la búsqueda de un candidato de consenso para reemplazar, en mayo próximo, al secretario general de la OEA, Miguel Insulza. Pero sería un error evaluar la noticia de ayer olvidando el servicio que está prestando Cuba al principal aliado de los Estados Unidos en América del Sur. El proceso de paz colombiano sería imposible si los Castro no oficiaran de garantes. Mucho más desde que Chávez falleció. Se entiende, entonces, que Juan Manuel Santos haya sido, junto al Papa y al primer ministro de Canadá, Stephen Harper, uno de los abogados del restablecimiento de relaciones.
A una distancia mayor de la operación, Dilma Rousseff también se beneficia con estas novedades. Ella pretende recomponer durante su segundo mandato las relaciones con los Estados Unidos, que declaró interrumpidas cuando se supo que el gobierno de ese país había intervenido sus comunicaciones telefónicas y las de la turbulenta Petrobras. La aproximación entre Washington y La Habana reduce el costo de esa reconciliación ante la izquierda brasileña. Dilma se mostró muy entusiasta: saludó a Obama, Castro y el papa Francisco por haber logrado "un cambio en la civilización".
Cristina Kirchner no fue tan simétrica. Como, a diferencia de Dilma, ella se va, tiene poco para recomponer. Por eso ayer festejó el "reconocimiento de la dignidad cubana" y admitió "una decisión inteligente" de Obama. Para otorgar este segundo premio utilizó la fórmula de sus grandes resignaciones: "Por qué no decirlo". La misma con la que reconoció, en marzo de 2013, que había sido elegido "un papa latinoamericano". La Presidenta celebró la liberación de tres espías cubanos presos en los Estados Unidos. Pero olvidó la del incógnito espía estadounidense y la del ciudadano Alan Gross, cautivos en La Habana. No deben haber sido decisiones inteligentes. También tuvo un pequeño lapsus cuando dijo, como si fuera una vecina de Oklahoma, "bienvenida Cuba". Eso sí, se atribuyó haber enseñado a Obama el lugar común de Einstein "es de necios hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes", que el presidente demócrata utilizó ayer. Axel Kicillof aplaudió a rabiar el aforismo. ¿Lo habrá entendido?
El papa Francisco puede haber recibido el entendimiento, en el que intervino en persona, como un regalo de cumpleaños. Cuando Obama y Castro lo anunciaban, comenzaron a sonar las campanas de todas las iglesias de La Habana. No es la primera vez que un Castro busca la cobertura de la Santa Sede en una encrucijada. En 1998, cuando el paraguas soviético se había cerrado, Fidel invitó a la isla a Juan Pablo II. En las tratativas, que se realizaron con el auspicio de Bill Clinton, tuvo un rol decisivo Carlos Menem. Ahora que Venezuela está en dificultades apareció Jorge Bergoglio, un protector más familiar: ambos Castro se formaron con jesuitas. Más allá de esos detalles, la diplomacia cubana insiste en un criterio: "Cuando una conciliación la oficia el Vaticano no hay riesgo de que parezca rendición".
Con el acontecimiento de ayer, Obama sigue construyendo su legado. Como todo político privado del poder, él también se vuelve más celoso de su identidad. El presidente de los Estados Unidos está volviendo, para espanto de los victoriosos republicanos, a su agenda original. Los demócratas repitan estos días el mantra reaganiano de los ?80: "Let Reagan be Reagan" (deja a Reagan ser Reagan), "let Obama be Obama". La fórmula incluye la legalización de inmigrantes; la defensa de medidas preventivas del cambio climático que acaba de hacer John Kerry en Lima; y las negociaciones nucleares con Irán.
En el anuncio del reencuentro con Cuba hubo, sin embargo, una peculiaridad. Obama dedicó un largo párrafo de su discurso al reconocimiento de un error. Un ejercicio que otros presidentes no pueden hacer. Incluso Castro..