Por Gustavo Sibilla
Financial Times
En una reciente nota de opinión en esta página, titulada La defensa y la política, el ex ministro
Horacio Jaunarena esbozó un panorama sombrío sobre el estado del instrumento militar de la Nación. Empleando datos parciales combinados con picardía, tejió una trama que se desenhebra por sus cabos sueltos.
A ningún analista escapa el estado del sistema de defensa a dos décadas de la restauración democrática, momento en que el gobierno de Kirchner debió comenzar a gestionarlo. En esos 20 años, la jurisdicción vio reducida a la mitad su participación dentro del total del presupuesto nacional. Una reorientación del esfuerzo fiscal hacia las áreas sociales y la distensión en la relación con los países vecinos habían cimentado un consenso interpartidario de achicamiento del gasto militar. Sin embargo, esta postergación presupuestaria no hubiera sido tan perniciosa de haber mediado, por parte de la dirigencia política, una pauta de redimensionamiento que hubiese dado coherencia al ajuste. La opción más cómoda fue dejar que los sucesivos jefes militares recortaran donde les pareciera menos doloroso.
Mientras los ministros del área miraban a un costado, a ellos cupo mutilar cuarteles y desprogramar aviones, barcos y tanques para mantener a flote una estructura que iba perdiendo así razonabilidad orgánica. Las Fuerzas Armadas se fueron acostumbrando a reducir al mínimo su adiestramiento operacional, a relajar sus estándares de mantenimiento y a consumirse sus reservas de repuestos y municiones.
La prueba más evidente de este desgobierno político de la defensa fue la falta de reglamentación de la propia ley de defensa, votada en 1988, que esperó 18 años para ver la luz. Resultaría interesante indagar al autor de la nota acerca de las limitaciones que lo inhibieron no sólo de reglamentar esa ley, sino también la de reestructuración de las Fuerzas Armadas (1998), que él mismo había promovido como legislador y en la que ya se reconocía la crisis material del sector.
Esta establecía un incremento del 15% en el presupuesto del sector para el quinquenio 1999-2003, disposición que tampoco se operativizó. Si bien el contexto fiscal de entonces pudo haber licuado esa pretensión, aún resulta inexcusable haber desdeñado también la reglamentación de los aspectos de organización contenidos en la parte medular de la ley y que apuntaban a resolver el histórico problema de la falta de integración entre las fuerzas.
Malvinas había dejado en claro lo catastrófico que resulta presentarse a dar batalla por separado con organizaciones especializadas en un teatro unidimensional (terrestre, naval o aéreo) de operaciones. Sin un comando unificado, comunicaciones compatibles, armamento interoperable y operaciones conjuntas la derrota es una garantía. Esta cruda lección, sin embargo, parecía no haber fructificado en acciones correctivas del sistema de defensa argentino.
En 2003 (año en que casualmente el autor de la nota de origen concluía su tercer mandato como ministro en democracia), todavía no existía un ciclo de planeamiento que permitiera concatenar el nivel estratégico nacional y el militar. Se carecía, entonces, de una dinámica institucional que articulara escenarios, capacidades y en definitiva diseño de fuerzas. No existía siquiera una escuela de guerra conjunta para que los oficiales superiores de las tres fuerzas pudieran formarse e interactuar en una misma aula. Cada fuerza desarrollaba a escondidas sus iniciativas tecnológicas homologables sin la mínima coordinación.
Cada fuerza multiplicaba su carga administrativa en licitaciones de insumos que eran comunes a todas y gestionaba talleres destinados a atender exclusivamente para sí el mantenimiento de armamentos idénticos, por lo que se generaban injustificables duplicidades. La raíz de la crisis crónica del sistema, como se puede ver, no se reducía sólo a un problema de cantidad de gasto, sino también a uno de calidad de su aplicación. De nada sirve incrementar el presupuesto de una organización si no se adecua al inicio su tecnología de gestión para orientar los esfuerzos en la dirección correcta.
La gestión iniciada por la ministra Garré a fines de 2005 buscó en forma constante y simultánea coherencia estratégica y eficiencia sistémica. Por eso, en primer lugar, se reglamentó la ley de defensa, para despejar toda ambigüedad respecto a las misiones del instrumento militar. Inmediatamente después, el comandante en jefe aprobó la primera Directiva de Organización y Funcionamiento de las Fuerzas Armadas, que, entre otros aspectos, introdujo la metodología del planeamiento por capacidades.
En secuencia, se estableció el Ciclo de Planeamiento de la Defensa, para institucionalizar el proceso que permite articular la macrovisión estratégica nacional con la estrategia puramente militar y dar lugar a un diseño de fuerzas que permite derivar los tipos, cantidades y despliegue de aviones, tanques y barcos con que debe contar la Nación. En este momento, se encuentra a consideración de la señora presidenta el proyecto de directiva de política de defensa nacional, que describe amenazas y escenarios y que da inicio al citado ciclo.
En la administración de recursos, impulsamos programas de abastecimiento conjunto de insumos comunes y de uso integral de capacidades de mantenimiento y almacenamiento. Reglamentamos el proceso de formulación, evaluación y aprobación de proyectos de inversión para acabar con las improntas circunstanciales y cambiantes. Estas medidas permitieron concluir en la necesidad de una modernización estructural por la que se avanza en la creación de una agencia logística de la defensa, en línea con lo actuado en países de vanguardia.
Respecto a la evolución cuantitativa del gasto, desde el cierre del año 2005 hasta el actual ejercicio 2009, el presupuesto de funcionamiento e inversiones habrá crecido más del 180%. Con el gasto laboral (personal activo y en retiro) el presupuesto total alcanza en 2009 los 10.900 millones de pesos totales frente a los 5.420 millones de 2005.
Este crecimiento del presupuesto tuvo como primer objetivo apuntalar un proceso sustentable de recuperación de capacidades. No contó como prioridad inicial financiar sofisticados armamentos nuevos, porque tales decisiones estratégicas deben deducirse de un diseño global de fuerzas que se está elaborando en este momento.
El enfoque, anclado en la sensatez de un diagnóstico sincero, se centró en establecer programas plurianuales. El Plan de Acción Progresiva de Aeronaves, por ejemplo, es una iniciativa a 5 años por un total de 1600 millones de pesos, que apunta a recuperar la capacidad aérea global con el estricto control técnico que impone el primer régimen instituido de aeronavegabilidad militar.
Las acciones resumidas forman parte de una política de defensa que conduce, como comandante en jefe, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, y que también está introduciendo cambios significativos en la educación, la justicia y los derechos humanos en el sector castrense, y desarrollando una política industrial intensa para reconstruir un sector productivo que había sido arrasado con escandalosas privatizaciones.
Fuente: Diario La Nación