Como antes tuvo el coraje de promover el enjuiciamiento de la empresaria kirchnerista Milagro Sala, el gobernador jujeño Gerardo Morales plantea ahora un problema que asuela a sus escuelas y sus hospitales: la migración temporaria de bolivianos y desde otros países sudamericanos, que satura toda capacidad y recurso disponible, y que los norteños padecen desde hace muchos años.
Foto: El gobernador de Jujuy, Gerardo Morales (Adrián Escandar)
Quien viva en las capitales del noroeste, y aun en el Conurbano y en zonas de CABA, sabe de las penurias para conseguir un turno de hospital o un lugar para sus hijos en las escuelas, donde, además, si lo consiguieran, el esfuerzo económico y docente por la inclusión deja sin chances a la excelencia y las oportunidades. Y sabe que una de las razones principales es la que plantea el mandatario jujeño.
Y aquí, una pausa para dar lugar a quienes hablan de la solidaridad que debemos a nuestros hermanos. En realidad, una hermandad unilateral, si se profundiza el análisis. Una solidaridad compulsiva para la que nunca se ha pedido opinión a las víctimas locales, contribuyentes con su salud, su deseducación y sus impuestos a nuestra confortable solidaridad a control remoto, desde nuestro living o nuestro centro de lucha en Palermo.
Se mezclan en este planteo muchos conceptos. La inmigración permanente, la simple entrada fortuita ad hoc y, en especial, la Constitución alberdiana que recibe a los extranjeros con una gran generosidad. Pero se suele omitir que esa misma Constitución y ese mismo Alberdi priorizaban excluyentemente la inmigración europea. "Segregación de origen" dirán quienes enarbolan la Carta Magna cuando les conviene y la descalifican por xenófoba cuando no es funcional al proyecto de la patria grande y mapuche. Los mismos que destrozaron la Ley Fundamental con la repartija de derechos y garantías sin contrapartida consagrada en el pacto espurio y sospechado de 1994.
Para salir al cruce de los que efectista y simplísticamente dicen que somos todos hijos de inmigrantes, y comparan a aquellos inmigrantes con estos inmigrantes, hablemos de las diferencias. Aquellos inmigrantes venían a un país con otras reglas, las de la Constitución de 1853, un país que solo ofrecía la oportunidad de trabajo duro. Salvo la zona bendecida de la pampa húmeda, todo lo que es hoy la superficie cultivable fue creada con el esfuerzo heroico de esos inmigrantes, que transformaron los médanos en llanura fértil. No había subsidios, ni seguridad social, ni asistencial, ni reparto. Con un enorme sacrificio, italianos, españoles, polacos, rusos, galeses, hicieron la Argentina. Peleando contra los malones asesinos de los indios trasandinos, de paso.
Hoy nuestro paradigma ha cambiado. La Constitución populista de 1994 garantiza lo que no puede garantizar. Ha consolidado, con la ayuda de décadas de peronismo —¿y ahora con Cambiemos?—, un populismo clientelista, un pueblo mendigo, dependiente, inventando excusas para no tomar responsabilidad ni en relación consigo mismo. Los inmigrantes de fines del siglo XIX y principios del siglo XX no habrían creado nada en este ámbito jurídico y gramsciano de hoy. Estarían colgados del Estado, o sea, del esfuerzo de unos pocos.
El inmigrante de hoy, en cualquier formato, se comporta en general como un argentino optativo. Lo es cuando le conviene. Residente si le sirve para cobrar algún plan y obtener alguna ventaja, ciudadano si le pagan para que venga a votar, piquetero para defender sus derechos constitucionales que enarbola como la Biblia, contestatario para desconocer los derechos constitucionales de los demás, cuando le exigen compartir su esfuerzo. Madre con hijo argentino para cobrar la asignación universal por hijo y la maternidad. Villero con derechos inalienables a una vivienda alegando tratados que nos enrostran y que se burlan de la misma Constitución que esgrimen. Y si eso falla, denuncia al país a alguna sigla supranacional también invento de los falsos bolivarianos.
¿Es culpa de ellos? No. Es culpa nuestra. El país se rifa. Y ha estado importando legal o ilegalmente marginalidad directa. ¿Son distintos a nosotros? No. Se parecen mucho a una casi mayoría de argentinos que vive en algún tipo de marginalidad, tal vez irremontable. Basta ver los niveles de pobreza, la languidez de la oferta laboral, la desesperada situación de la educación pública que margina cada día mil veces más que cualquier inmigración de cualquier clase. La violencia consentida e interiorizada, el narco como gobierno paralelo en muchas zonas urbanas y en algunas provincias, esclavizando a sectores sufrientes de la sociedad. Ciertamente no es culpa de nuestros hermanos globales.
La simple pregunta es: ¿Para qué aumentar el problema? ¿Para qué cargarnos con el costo múltiple de una solidaridad universal cuando no podemos afrontar la propia? ¿A quién le cargaremos ese costo múltiple, el económico, el educativo, el de los subsidios? El concepto de que los gastos de nuestra bondad universal son bajos en relación con todo lo que dilapidamos es aplicable a cuanto gasto se analice separadamente, y es absolutamente irracional y precario. Todo el gasto es una suma de gastos, que cada uno per se no es importante frente al total. Por eso es difícil analizarlo, conocerlo a fondo y cortarlo.
¿Todos los inmigrantes responden a esta descripción de conductas, prácticas y costumbres? No. Categóricamente no. Por eso los países inteligentes eligen a quiénes quieren incorporar a su sociedad. Y no suelen aceptar, los países inteligentes, condicionamientos dialécticos, ni relatos, ni poshistorias ni gramscismos de nadie, salvo el dictado de su propio interés como nación.
La inmediata respuesta a estos argumentos es que se trata de planteos fascistas, discriminatorios, xenófobos y procesistas. Como mínimo. Habría que analizar la historia y el bienestar de Canadá o Australia, cuyas leyes migratorias incluyen hasta una admisión temporaria y un examen a los cinco años para decidir si el postulante, que debe tener oficios o profesiones predeterminados, se ha compenetrado con la cultura y hasta las religiones australianas. Países que alguna vez se parecían mucho a Argentina, aunque con menos recursos, tuvieron la suerte de ignorar la corrección política y resistir el sistemático sabotaje del gramscismo, de la prensa resentida y trotskista, de los políticos con miedo a defender ideas, y a pelearse por ellas, o miedo a ser expuestos en sus robos. Y no tuvieron un pacto de Olivos entre dos mediocres.
Aquí se abre otro aparte. Para incluir a quienes opinan que hacen falta estadísticas, mediciones, encuestas para determinar la importancia de estos fenómenos. En algún punto es admirable su inocencia. Mientras que tienen razón en la importancia de contar con esos elementos, no advierten que entran en el juego disolvente de la prédica de la patria grande, cuando no de la brillante gestión de algunos cónsules y diplomáticos. Esa prédica de no estigmatización es la que impide que se censen las villas, donde no pueden entrar los médicos, mucho menos las encuestadoras. Tampoco se puede preguntar la nacionalidad ni el estatus legal de ningún mantero, planero ni piquetero. Ni siquiera la consignan formalmente los hospitales. Por supuesto, no hay estadísticas de los tours hospitalarios paraguayos en el Conurbano: no suele llevarse estadística de los casos de corrupción. Salvo Odebrecht. Y no en Argentina. Pero ciertamente, estaríamos de acuerdo en crear un estricto sistema de control que obligase a un adecuado registro que posibilitase el seguimiento estadístico preciso, con el consiguiente escándalo diplomático que ello desataría.
Las cifras que arrojan las estadísticas oficiales son mentirosas y exiguas, cualquiera lo sabe. Ningún censo ni encuesta de ningún tipo permite preguntar la nacionalidad de los relevados. Y si no está prohibido taxativamente, lo está en la práctica, ya que no se recaba prueba alguna de la respuesta, como en la parodia de censo de 2010. Con los chicos ocurre lo mismo. Usados como coartada o fuente de ingresos de alguna dádiva, igual que tantos niños telúricos, son inscritos como argentinos en cuanto nacen, luego vuelven a su país o no, y los inscriben en cualquier listado de propinas o beneficios que se invente. Por eso son nuestros pobres los que padecen y conocen los efectos de esta inmigración mejor que cualquier funcionario. Funcionarios que tampoco quieren saber la realidad. Porque no sabrían qué hacer con los datos, porque tienen miedo del ataque de los disolventes, porque tienen algún interés en el statu quo. Es cuestión de hablar con las maestras, con las guardias, con los comerciantes. No de hacernos los distraídos e ignorar lo que ocurre. Y, sobre todo, es cuestión de hablar con las madres.
Como sostenía, muchos de estos comportamientos son los mismos, no importa la nacionalidad o el origen. Los preocupados por la ética de la solidaridad también deben empezarse a preguntar cuán ético es privar a un argentino de los beneficios que le otorgan la ley y los impuestos que otros argentinos pagan. Y deberían sentirse ofendidos de que se ofrezca como alternativa un convenio de reciprocidad, una ofensa fatal a la inteligencia colectiva residual, por la desproporcionalidad evidente, casi ridícula.
Nos debemos un debate, como diría el Presidente, sobre el destino de nuestros impuestos en estos rubros, el costo económico de nuestra solidaridad universal y, más importante, el costo que pagan en desesperanza y dolor nuestros pobres y marginales por la sensibilidad de quienes reparten lo que la sociedad les ha destinado en poluciones patriagrandistas que solo hacen promedio de la miseria regional. Cuando les conviene.