Por Norberto Frigerio LA NACION
Hace unos pocos años, los que pasamos y paseamos por Yemen no pudimos dejar de advertir que reunía los condimentos de un polvorín a punto de estallar. Es una sociedad instalada sobre 570.000 kilómetros de superficie, en el sur de la península arábiga, rodeada por el Mar Rojo y el Indico, con un corazón desértico y algunas cadenas montañosas. En estos últimos años se ha convertido en un nuevo destino del "eje del mal", frente a la atenta mirada de las grandes potencias del mundo.
Yemen, bíblica, como que fue la tierra de la reina de Saba, conoció distintas formas del poder y de gobiernos: emires, sultanes, reyes, protectorados, la derecha y la izquierda, golpes militares, guerras civiles, divisiones y reunificaciones, que han tratado en vano de estabilizar este mosaico de etnias, pasiones y negocios variados donde el poder se fragmenta entre todos.
El islam y la droga han sido dos elementos que han podido contener todo este caleidoscopio, en el que el terrorismo encontró un espacio renovado, distante de Afganistán, pero mucho más cercano de Israel e Irán, y es ahí donde aparece una diferencia digna de destacar. Con aguas infestadas de piratas que se enriquecen millonariamente en euros y dólares abordando cargueros, con un puerto como Aden, donde Estados Unidos sufrió una terrible agresión a una de sus naves insignia, y con grandes campamentos con miles y miles de refugiados provenientes de países africanos con guerras intestinas, es obvio que se trata de una localización y situación muy complejas. Si además agregamos que es un tema de resonancia internacional, teniendo en cuenta que el abortado atentado aéreo en territorio norteamericano de la última Navidad lo intentó un hombre adiestrado en el lejano Yemen, no es poco decir.
Por otra parte, la sociedad yemenita se encuentra fuertemente marcada por la droga, a tal punto que ese negocio representa el 25% del producto bruto interno del país. Todo gira en torno del gat (o khat , una suerte de hoja de coca, asiática). Esta inocente hojita encierra una producción agrícola que involucra a más del 40% de la población rural. El cultivo no sólo tiene atrapada a la población que la produce, sino a toda la sociedad yemenita.
Un modesto ramo de gat, que dura un par de días, se comercializa en todos los mercados a precios que oscilan entre 6 y 25 dólares, según la calidad de su origen. Como ocurre con la coca boliviana, los yemenitas, tanto hombres como mujeres, mascan la hoja de gat desde la adolescencia. En general, este ritual se inicia después del almuerzo, casi diríamos como postre, y los efectos duran más de 12 horas. Es curioso descubrir la conducta que genera en quienes practican este hábito, que tiene las características de un deporte nacional. Con la hojita no se tiene ni hambre ni sed, y tampoco sueño. Simultáneamente, lo real y lo irreal son dos universos que en ellos conviven casi naturalmente.
Llama la atención descubrir la conducta de los conductores de los transportes públicos o privados, de las amas de casa haciendo sus compras, de los empleados, de modestos artesanos haciendo sus cuentas: todos ellos viviendo, por un lado, la realidad de sus actividades, mientras, por el otro, un mundo de ensoñaciones los invade hasta quedar tan distantes de lo cotidiano y lejos de la realidad que, de algún modo, se convierte en una de las razones de la falta de reacción frente a la pobreza, el desempleo y las enfermedades que los rodean, en un medio sin agua corriente, superpoblación de moscas verdes y falta de redes cloacales. Sin el gat, la población rural estaría desarraigada y desinteresada de la vida misma. El yute, el café o la pesca no son suficientes para anclarlos a la tierra. El gat es el único pasaje al escape que no necesita pasaporte.
Complementariamente a este entorno, no se puede omitir que el uso y abuso de armas de fuego con el que vive la sociedad, sea cual fuere su estamento, agrega una cuota tremenda de riesgo.
No sólo el uso de un alfanje que distingue a las distintas tribus, ajustado a su cintura: también pistolas, ametralladoras, escopetas, fusiles y rifles son portadas en cualquier ámbito, con total naturalidad. Se puede suponer, por eso, que armas más complejas y poderosas se trafican con libertad y sin muchos controles, gracias a un contrabando que cuenta con una corruptela burocrática muy complaciente.
Los disparos se oyen tanto en una boda, en una pacífica excursión de turistas por el desierto, en las habituales prácticas de tiro o para amedrentar a algún vecino. El lugar y las razones carecen de importancia. Es una sociedad machista, impregnada de una religiosidad extrema, con grandes índices de inflación y, por cierto, nula movilidad social. Si le sumamos una historia política casi descontrolada, es obvio que todas estas particularidades lo convierten en un país muy apetecible para el terrorismo internacional.
Las grandes potencias enfrentan una gran dificultad, dada la extendida frontera que comparte Yemen con el reino de Arabia Saudita, una estable monarquía petrolera, en buenas relaciones con los Estados Unidos y custodia activa de los lugares sagrados del islam. Es como si de pronto hubiese aparecido un nuevo jugador en la cancha del terror. En todo caso, lo que puede verse es que no se trata sólo de alguien que estaba en el banco de suplentes, esperando con paciencia que el director técnico, Al-Qaeda, lo invitara a jugar. Todo hace pensar que está debidamente entrenado, más aún sabiendo que el ejército yemenita mantiene una lucha feroz con grupos chiitas Hunti, en el norte del territorio.
Esto perturba justificadamente el sueño de muchas naciones sobre las que pesa la responsabilidad de lograr la paz internacional y que no omitirán este escenario que empieza a acrecentar su sombra sobre un mundo sensibilizado con la violencia irracional, el terrorismo y las guerras.
Fuente: ©LA NACION